i propuesta para el chupinazo es Greenwich. Aunque el auténtico chupinazo sería que las fiestas no pudieran celebrarse. Todos conocemos a Greenwich. Es el reloj de nuestra vida. La precisión en sus señales horarias haría que el primer cohete saliera disparado hacia el cielo a las 12 en punto, hora local. Sin ese titubeo de que los clarineros demoren segundos su toque y de que el barullo dificulte la escucha del metálico sonido del reloj de la Casa Consistorial. Los Sanfermines empezarían en punto. Sin perder un segundo. Porque lo importante es la detonación del chupinazo. No la mano que mece la mecha ni la voz que se desgañita ante los micrófonos. Una voz tipo Siri podría decir el mensaje ortodoxo: ¡Pamploneses, viva San Fermín! En castellano y euskera. En masculino y femenino. Aunque podrían incluirse otras lenguas por el carácter internacional de las fiestas. Y también otras formas de lenguaje inclusivo. O tampoco: se nos iría un rato en protocolos. En su ascensión al balcón del Ayuntamiento, el primer cohete fue un acto administrativo. El cuño que da el visto bueno al comienzo de las fiestas. Durante años estuvo en manos del concejal encargado de la elaboración del programa oficial. Así, el titular del chupinazo repitió años. Hay nombres. Ningún alcalde se arrogó la ceremonia. A partir de 1979, se estableció la regla no escrita de repartir el chupinazo entre los grupos políticos con representación municipal, de mayor a menor. Para excluir a la izquierda abertzale, la alcaldía incorporó la figura del lanzador invitado. Para socializar el honor, la alcaldía apostó por la votación popular entre candidatos. La verdad es que los apretados y agitados asistentes a pie de calle ignoran o les trae al pairo la identidad de quien prende la mecha. Ese protagonista disfruta de la atención de los medios de comunicación y, en el momento central, de su capacidad de excitación de una masa predestinada a la juerga. Abajo solo quieren ¡pum!