ntes solo se conocían los ascensores de toda la vida, esos que cuando fallaban se quedaban atrapados entre dos pisos y la gente entraba en pánico porque no podía salir. Y si salía, lo hacía por el piso de arriba o por el de abajo. Era cuestión de suerte. Entonces, algún lumbreras a sueldo del neoliberalismo amable, inventó el otro ascensor, el social. Uno que sube, baja o se para a petición del capitalismo más bestia. Para entendernos, que según el tipo de políticas públicas que se apliquen, subes o bajas de una clase social a otra, o te apalancas de por vida en el entresuelo, donde se atascaba el ascensor de toda la vida. Me lo tomé al pie de la letra y pregunté dónde podía encontrar un ascensor social. Por probar. Una vecina de la Rotxa me dijo que justo al lado había uno. Pero que no sabía si era social o qué. Ella llevaba cinco años cogiéndolo a diario y no había notado nada. Y allá que me fui. Eran las 8 de la mañana del pasado lunes. A esa hora ya había dos colas que llegaban hasta el puente del Arga. Sin duda aquello tenía toda la pinta de un ascensor social pues se usaba mucho. Pregunté cómo funcionaba a una mujer cargada con dos criaturas todavía dormidas y un carrito de la compra.

-A veces se atasca arriba con los más ricos, y luego ya no baja-, dijo. -Otras se para en la mitad y hay que rescatar a la gente con ayudas y subsidios-

-Eso es problema de movilidad social-, contesté.

-Será, comentó ella; -anteayer, un montón de críos con sus mochilas del cole, esperaban a que se arreglara. Se pegó tres días sin funcionar.

-Eso es la movilidad social-, insistí, -ahora los jóvenes tienen menos posibilidades de ascender que sus padres- Por eso se atasca siempre abajo.

-No sé, dijo ella, -El otro día se presentó un técnico para arreglarlo y nos dijo que al motor le fallaba la correa de distribución-

-¿De la riqueza?- pregunté. Sí, algo así será.