o sé en qué estarán pensando muchos directores de cine o productores de series pero hay historias reales que son de película, como La Trinchera Infinita. También lo es la gran fuga de 795 presos del Fuerte Ezkaba que dejó en 1938 un cementerio de 206 muertes entre el fuerte y la frontera, ejecutados en los montes sin piedad, como conejos. Presos que vivieron hacinados (más de un millar) en un penal donde era mejor fugarse y dejar que te mataran que morir de hambre. Huyeron a ciegas, se guiaron por las estrellas y algunos pastores -único apoyo que recibieron- les dieron un trozo de pan y les indicaron el camino a la frontera que solo tres lograron alcanzar (53 kms hasta Urepel). La herida es dolorosa, la gesta histórica y el tema tan apasionante como el tiempo que ha dedicado Fermín Ezkieta a atar una investigación exhaustiva. Pero más sorprendente si cabe es el silencio que ha rodeado durante tantos años a los habitantes de muchos pueblos de la montaña, de los valles de Ezkabarte, Esteribar, Odieta, Juslapeña, Olaibar, Anué o Erro, testigos de aquellos fusilamientos. Tuvieron que pasar muchas décadas y arrugas para arrancar algún testimonio. Como recuerda el autor de 'Los fugados del Fuerte de Ezkaba', la primera exhumación data de 2015, 77 años después. En 2018 Paulina Linzoain a sus 90 años relató tras una exhumación en Leranotz que ella conocía otra fosa cercana al cementerio de Larrasoaña porque uno de los que la cavaron era su padre. Lo dicho, ideas para Netflix.l