Sabiendo, como saben, que ese tipo de violencia va a tener una potente respuesta en contra, es difícil entender que puedan suceder episodios como el del apharteid de la ertzaina de Mutriku o la paliza al paisano agente en la Kutxi de Gasteiz. Por supuesto, los dirigentes de EH Bildu asisten apesadumbrados a la ocurrencia de la asamblea de jóvenes mutrikuarras que vetó la participación de la vecina er-tzaina en las fiestas de la Madalena y a la chulería de los tres gudaris que lincharon al paisano ertzaina por atreverse a potear en un territorio que creen suyo. Los representantes de la coalición independentista han pasado un mal trago y, cuidado, que quizá esto no ha hecho más que empezar.

Hay que remontarse a la constitución de la Ertzantza en 1982 para fijar la inquina del sector social que entonces abarcaba a Herri Batasuna contra la policía autonómica, icono del autogobierno para el Ejecutivo vasco. No era para HB la policía que Euskadi necesitaba, ya que entre sus objetivos como policía integral entraba la lucha antiterrorista. Y eso eran ya palabras mayores. Muy pronto los ertzainas recibieron por parte del universo social de la izquierda abertzale la denominación de cipayos, calificativo desde su punto de vista pertinente puesto que aludía a los soldados indios al servicio de la potencia colonizadora y contra sus paisanos que luchaban por la independencia.

La Ertzantza fue muy pronto “objetivo prioritario” de ETA, entonces reconocida como “la vanguardia” y, por extensión, en enemigo frontal de “la vanguardia delegada”, HASI, el partido troncal de la coalición HB y de todas sus estructuras populares. Recuerdo la anécdota del hijo adolescente de un amigo, detenido tras el apedreamiento de una furgoneta de la Ertzan-tza en fiestas de Errenteria. Tras pasar por el juez y devuelto a casa, su padre le recriminó la hazaña y le pidió explicaciones por la lapidación de la furgoneta. El chaval, sorprendido por la bronca, le respondió algo así como “pero aita, ¿no ves que eran zipaios?”.

Los ertzainas entraron de lleno en el axioma “no hay poli bueno” y fueron objeto del odio, del menosprecio y de la reprobación de lo más intolerante del sector social conocido como izquierda abertzale. Las consecuencias, ahí están. Un aborrecimiento mutuo plagado de agravios, errores y excesos durante los años de plomo y un rechazo secular que quedó en el subconsciente colectivo de las generaciones posteriores hasta hoy. La injusta muerte de Iñigo Cabacas pesó y pesa para ellos más que los quince ertzainas asesinados por ETA.

La memoria de un desencuentro inicial que derivó en hostilidad salpicada de tragedia durante décadas, dejó en algunos herederos de aquel odio que ni siquiera vivieron los tiempos duros, el mismo ramalazo anacrónico de intransigencia, hostilidad y arrogancia. Producen escalofríos las pancartas de apoyo a los detenidos matones de la kutxi o leer las soflamas en las redes animando a vetar a ertzainas en los ámbitos festivos. La calle es suya.

Estos insensatos, quién sabe si conscientemente, ponen en un difícil trance a los que afortunadamente decidieron convertir la kale borroka en acción política y el totalitarismo en democracia. Aún hoy, para EH Bildu es demasiada ziaboga renunciar públicamente a su histórica aversión a la Ertzantza y a sus portavoces o dirigentes no les es fácil renegar públicamente del pasado, aunque saben que para los nuevos salvadores de la patria ellos no son más que unos traidores.