Qué les voy a contar de este verano que no nos hayamos repetido. Que al calor que se ha impuesto y ha dejado poco resquicio al negacionismo se ha sumado el miedo al frío que vendrá, que el tono general no es optimista, que los tonos generales, como las temperaturas, nos atraviesan y nos visten y bajo su influencia pierden relieve las luces de lo poco noticiable, de lo cotidiano. ¿Cuándo se han asombrado por última vez?

Asombrado de verdad, no añadido un par de puntos a la escala de desfachatez o insensibilidad o caradura o simpleza de determinados personajes acostumbrados a obsequiarnos con sus salidas de tono, tampoco nada referido a virguerías tecnológicas. Me refiero a esa conmoción emocional que exige un trabajo intelectual, que obliga a poner palabras, aunque se queden cortas, a la experiencia.

Y si el asombro es para bien, pues mucho mejor, la verdad.

Por eso quiero rescatar una anécdota que contaba el otro día MJ, un asombro bidireccional y compartido entre dos grupos de mujeres. El primero, presas procedentes de diferentes centros penitenciarios que durante quince días disfrutaban de sus vacaciones de verano junto con sus hijas e hijos en un enorme caserón rural que en su día fue un colegio.

El segundo, monjas de clausura cuyo convento formaba parte del programa de visitas culturales de la quincena. Mujeres privadas de su libertad y mujeres que decidieron privarse del exterior. Se encuentran, se miran, ¿imaginan la cantidad de conexiones neuronales activadas, la cantidad de preguntas? Algunas se formulan y se contestan y así, frente a frente, a la curiosidad sigue la aceptación y el acercamiento a lo diametralmente opuesto pero tal vez no tanto.

Generosamente, las monjas regalaron a las presas unas cajas de pastas.

Generosamente, las presas decidieron hacer un donativo.

Me llegó.