No se quién dijo o escribió que tener un hijo o una hija es como “tener permanentemente algo puesto en el fuego”. Es una manera de explicar que hay ahí un tipo de incertidumbre, atención y conatos de miedo que no se apagan casi nunca o nunca, dependiendo del tipo de mente que tenga cada padre o madre. Lógicamente, el miedo tiene muchas variables y todos son respetables, pero yo al menos sí que puedo estimar que el miedo real real en mi caso lo conozco desde que soy padre. Antes también los tenía, claro, grandes e inmensos incluso, pero este es de un tipo diferente. No sé si mayor o menor, esto no es una escala, pero sí más acusado las pocas veces que por suerte se presenta. En todo caso, no hace falta ser padre o madre para ponerse en la piel de los padres de Aimar o de tantos otros padres y madres que han tenido la horrible experiencia –algunas como esta con final feliz, otras con tragedia– de que sus hijos e hijas han desaparecido. Tiene que ser una experiencia absolutamente devastadora hasta niveles que es complejo siquiera imaginar. Por ello, ahora que esto ha acabado y por suerte ha acabado bien, supongo que ya estarán pensando quienes tengan que estar pensando en esto en los modos y maneras para situaciones de este calibre tan demencial no se puedan repetir o cuando menos haya muchas menos opciones de que se repitan, puesto que el relato de los hechos dibuja unos sistemas de prevención y protección cuando menos endebles. Y no está el mundo como para andarse con sistemas endebles para según qué. Porque las cabezas están muy mal. Hay muchas cabezas muy mal. Y va a peor y espera. Así que amén de afrontar con muchos más medios y recursos este problema de salud mental con la seriedad y serenidad que merece a nivel nacional y local también hay que extremar las precauciones, porque no es de recibo que esto suceda a estas alturas y en estas latitudes.
- Multimedia
- Servicios
- Participación
