En los análisis de la realidad actual, con su polarización y el crecimiento de ese populismo más bien esencialista, conservador y melancólico de un pasado imaginario, en el que todo vale, especialmente la creación de bulos o directamente la manipulación de la realidad informativa, surge siempre la cuestión de que en el fondo lo que nos está pasando no es nuevo si miramos a la historia. En el siglo pasado, la crisis de la república de Weimar, la Europa agitada de los años 30, acude como analogía donde inestabilidades políticas y económicas favorecieron la promoción interesada de un populismo que derivó en dictaduras, genocidio y guerra. Se ha visto también en el nacimiento del neoliberalismo desde Nixon a Reagan pasando por Thatcher la creación de ese discurso popular dirigido por élites económicas y de poder… Mirando más lejos, estos procesos ya se vivieron en la Roma de los Graco, cuando el relato variaba según lo manejaran los optimates o los populares.

Quizá lo que cambia, más que el mensaje, es el medio: vivimos en una sociedad hiperconectada, donde la información circula a velocidad de vértigo, los algoritmos premian la indignación y el tribalismo y donde las cámaras de eco refuerzan la identidad frente al diálogo. Recibimos la información a través de recomendaciones que crean burbujas de filtros más herméticas que cualquier medio tradicional. Mientras que en el pasado la exposición a información diversa era inevitable (el quiosco, el café, la plaza), ahora es posible vivir en realidades informativas completamente paralelas y disjuntas creadas y mantenidas con interés comercial y político. El populismo, las narrativas simplistas y maniqueas, ya lo sabemos, viajan más rápido y más lejos en las redes sociales. La tormenta perfecta.