Me comentó el otro día un amigo que estaba contrariado sin el reloj de La Vasco brillando allá al fondo. Tal cual. Allí habíamos visto cuarenta y tantos grados en su termómetro en unos Sanfermines puro horror de hace unas cuantas décadas –algo muy exagerado entonces– y también pasábamos lanzados mirando su marcador cuando ya se había hecho tarde, la volvíamos a cagar y la noche nos había tragado lo suficiente como para tener alguien contabilizando minutos. Los días de niebla servía para medir la densidad del fenómeno y también se discutía hasta dónde eran verdaderos esos grados de menos que ponía, que antes hacía frío y todo.

El reloj de La Vasco, me dice, “las cosas como son”, fue durante un tiempo un aparato novedoso y moderno, una curiosidad comentada y señalada, para pasar luego a convertirse en elemento cotidiano y, también a su modo, faro en el skyline de esta ciudad chata y sin muchas luces –de las que alumbran, las otras siguen echándose en falta–.

Y mi amigo, aunque su distracción viene de largo, insiste en que le jode y se despista sin el fulgor de los numericos al fondo de algún cruce, que le fastidia que le hayan borrado de su noche esas cifras fabricadas por la luminotecnia que, creo, más le provocan evocaciones y sueños que la necesidad de mantener aquella señal en el camino. Tampoco le discuto mucho los motivos de estas ansias, porque cada uno se entretiene con lo que quiere y, así, aparece apego hasta para aquel banco de aquella plaza, que estaba siempre con mierdas de palomas y un par de listones rotos, pero qué bien se estaba en él.

El paso de los años y la modernidad se acabó por comer hace unos meses este artilugio marcador del tiempo aunque, la verdad, para qué visionar hora y temperatura si vivimos nadando en una sopa tibia diga lo que diga el reloj.

Mi amigo, que se siente un lobo de mar de asfalto, por pura supervivencia ya no se distrae mirando los brillos urbanos del cielo de la ciudad. Bastante tiene con clavar los ojos en el suelo y evitar alguna zanja. Porque das un mal paso a esta edad, y ya has hecho el viaje completo.

Maldita melancolía, me confiesa.