Los chavales siguen saliendo a la calle en pantalón corto y a las tiendas de ropa no entra ni el Tato. Me escribe una amiga que se acaba de bañar en Hendaia y las terrazas están hasta arriba de padres que comen en mangas de camisa mientras sus hijos juegan sentados en el suelo. Mis macetas han vuelto a dar margaritas por cuarta vez este año, revolotean los bichos entre las flores y no necesitamos encender la calefacción en casa –más vale, sea dicho de paso–. Por la calle te topas con personas vestidas con anorak fino y con muchas más que, aún a punto de anochecer, no sienten la necesidad de ponerse una chaqueta. He visto mujeres calzar sandalias esta misma semana y agitar abanicos mientras los críos aprovechan las horas que la escuela les deja libres para sacar patines y bicis y seguir rodando a través de este largo y rarísimo verano que estamos viviendo aquí, tan lejos siempre del Mediterráneo, del calor permanente del Sur. Nadie desconoce que el aumento de las temperaturas cambia los patrones climáticos y altera el equilibro de la naturaleza. Da mucho miedo pensar en los riesgos que ello supone, sí, pero poder pasear por la tarde sin necesidad de abrigo es una gozada. De todas maneras, este domingo cambia la hora y el oscuro pondrá, en parte, las cosas en su triste sitio.