He visto –creo– todos los partidos en los que ha intervenido esta temporada Aimar Oroz y la verdad es que cuando le ves jugar tienes la sensación de que no has visto jugar así a un jugador navarro nunca, con ese nivel de calidad técnica. A lo sumo te acuerdas de Clemente Iriarte, 40 años atrás y 30 metros más retrasado, al menos en las últimas 4 décadas, desde que nos instalamos casi todas las temporadas en Primera. Ni siquiera Mikel Merino, que jugaba en otra posición, podría alcanzar el toque que vemos en Oroz, cuyo padre, si es quien yo creo que es, ya era un virguero con balones de fútbol, de baloncesto y hasta haciendo atletismo en el colegio. El caso es que, por lógica, la expectación se ha disparado y el público ya acude a El Sadar y el resto nos ponemos delante de la televisión esperando algo. El chaval nos ha generado una expectativa, altísima, y eso tiene su parte muy positiva y también su parte negativa que habrá que saber gestionar. Por su parte, que seguro que lo hacen bien tanto él como su entorno como en el banquillo, como por nuestra parte, la de los aficionados, que tendemos a ser bastante insaciables en cuanto aparece alguien así, que es cada muchísimos años. Y es que no hay que olvidar que Oroz está dando sus primeros pasos en la elite y que pese a que pareciera que lleva ya cinco temporadas en Primera todavía no acaba casi ni de empezar una carrera en la que pueden darse toda clase de fases, contratiempos, ojalá no lesiones y, por qué no, bajones físicos y anímicos. Es un poco el problema que tienen quienes desde muy temprano tocan unas cotas que no ves en los demás, que como mínimo le exiges ya esa cota y de ahí para arriba, lo cual no deja de ser por un lado injusto y por otro lado peligroso, puesto que no todo el mundo gestiona la presión de la misma manera. Lo que es obvio es que a día de hoy es una maravilla verle jugar, así que disfrutemos.