Cogí la 7 a las 8 en Etxabakoitz Norte. Iba casi llena, así que fue muy difícil avanzar por ese pasillo que te empotra contra la primera ración de realidad del día. El frescor de la mañana se volvió dulzón. Varias adolescentes blancas se montaron camino de los institutos. A medida que la villavesa se dirigía hacia San Juan se iba llenando de mujeres latinas, negras y árabes que cargaban con menores y carros de compra. En San Jorge ya iba a tope y las mascarillas no impedían sentir el aliento del desayuno en el cogote y un posado de ojos dormidos en tu hombro. Aquella villavesa de acordeón iba tan llena que parecía una ballena varada. Numerosos estudiantes se bajaron en el instituto Cuatro Vientos. Se liberó espacio, pero se ocupó enseguida por una segunda oleada de mujeres africanas que subieron en Marcelo Celayeta. Oí hablar francés e inglés, también árabe y supuse que estaba amaneciendo en Camerún, Nigeria y Marruecos. Y pensé que aquellas mujeres limpiaban el mundo.

En Ansoain la villavesa ya se había despojado de su escasa blancura. Encaramos hacia la conurbación norte de Burlada y Atarrabia donde las mujeres latinas dejaron a sus hijas en los colegios de la zona. Reían a coro y gritaban como si la vida fuera eso, un extraño escozor de felicidad. Al llegar a Burlada, tres hombres africanos subieron cargados con bolsas. Hablaban dialectos que sonaban como hechizos recién recitados. Eran obreros que iban camino de la obra.

Tras una hora rodando por aquella conurbación tan mixturizada recordé un artículo de opinión apestosamente racista sobre una mujer navarra que se quejaba que: “a las puertas de la jubilación, debía trabajar por la mitad de salario o su trabajo lo harían los inmigrantes”. Vaya, que estas mujeres que viajan en la 7 están socavando los esfuerzos de la gente de aquí, de la gente normal. Olí el racismo y me bajé.