Mientras daba fe de aquel roscón binario con la garantía de una receta centenaria, conté hasta doce veces en este periódico la palabra “nostalgia”. Quizá lo explicaba que estábamos en plena pandemia melancólica pues las navidades sufren una hiperinflación de ese sabor a fruta caída. Pero al día siguiente oí en la radio un programa que batió records, veinte veces oí “nostalgia”. Llegué a pensar que aquel roscón me había sentado mal, que quizá en vez de nata llevaba trozos de memoria gelatinada. Me tranquilice pues luego leí que Esparza había sufrido también un ataque de nostalgia. Anhelaba tanto el pasado que quiso volver a los tiempos de UPN, a ese tiempo descansado de los pactos con el PSN. Luego supe que Andoni Basterretxea, el de Delirium Tremens, reclamaba para la escena vasca, “más rock and roll y más mala hostia”, o sea la goma2 del rock radikal vasco de los 80. Ya había acabado el rosco y me puse la tele para amortiguar aquellas 1500 calorías. Apareció “Cachitos”, un programa que como todo el mundo sabe es una retrospección idílica del pasado musical con efectos muy perversos pues como alguien ha dicho, empiezas echando de menos el UHF y acabas dando vivas a Franco. Como el Adanero, que empieza echando en falta a la Guardia Civil de Tráfico en Navarra y acaba aplaudiendo a Abascal. Joder, la nostalgia estaba en todas partes, pensé. Como un sentimiento atado a la añoranza de un tiempo pasado que siempre fue mejor. O eso pensaban algunos. Llamé asustado a mi amigo Xabi Talarga, pues aquella sobredosis de nostalgia que sustituía a la utopía como emoción política olía mal. Justo había escuchado una conferencia de un tal Grafton Tanner sobre las políticas de la nostalgia. Xabi me dijo que solo manteniendo al personal en un confortable duermevela nostálgico, se puede activar una amnesia masiva. Y que eso es lo que vende. Así nos va.
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