Dicen los que las han contado –que hace falta mucha vocación para hacerlo, o una gran gratificación– que en el mundo hay unas 4.200 religiones en activo –aunque, por decirlo todo, tres acaparan el 68,4% de los creyentes: cristianismo (29,5%), islamismo (23,9) e hinduismo (15%)–.

Y, claro, ante semejante cifra, nos hacemos una pregunta ingenuo-escéptica: si eres creyente, ¿cómo sabes que la tuya, precisamente la tuya y solo la tuya, es la religión verdadera? Porque estadísticamente tienes muy pocas opciones de estar en lo cierto.

Y eso suponiendo que la buena sea una de esas 4.200 y no alguna de las ya extintas (que nadie se ha preocupado de contar, pero que deben de ser también muchos miles).

Y eso suponiendo que la religión verdadera no sea una herejía masacrada en el pasado y resulte que, por poner un ejemplo, sólo los cátaros van al cielo.

Y eso suponiendo que haya alguna religión cierta.

Cuando le expones estas dudas a un creyente, la respuesta más habitual es que la mayor parte de las religiones, en el fondo, rezan al mismo Dios –omnisciente, omnipotente, defensor del bien contra el mal, prometedor de una vida eterna...–. Que no está mal tirado, aunque si te pones a leer la letra pequeña de unas y otras creencias no son tan parecidas y a menudo se contradicen, y casi siempre se llevan muy mal con las demás. Por no hablar de la terrorífica opción de que un día descubramos que el único dios verdadero no es un buen tipo y la moral y la ética le traen sin cuidado.

El caso es que no hay manera de saber si se acierta o no al escoger una religión. Porque desde que se decide que creer en un dios es cuestión de fe, que no requiere pruebas, no hay manera de ir eliminando las falsas.

En la antigüedad, sobre todo los griegos y los romanos, eran mucho más listos que nosotros: ante la duda, politeísmo. Creer en todos los dioses y rezarles a todos. Por si acaso se enfada alguno.

Pero llegó el cristianismo, con su concepto de dios único y obligatorio–heredado del judaísmo–, y se acabaron los fiestones divinos en el Olimpo y la libertad de elección religiosa, y se implantaron las geo-creencias: “¿Eres de Navarra? Entonces, católico y de Osasuna para toda tu vida”.