Pagodas de madera y ladrillo, varas de incienso, estanques y cascadas en los parques. Rascacielos de acero que se retuercen hacia el cielo como cuellos de dragón, las dos perlas rosas y enormes que atraviesa la Torre Pearl TV . La desembocadura del río Yangtsé, un Amazonas oriental. Todo es inmenso en Shanghái, la ciudad más grande de un país ya inabarcable. También lo es el South Bund Fabric Market, un laberinto de tejidos y trajes. Una amiga que pasó por allí eligió un par de metros de seda un miércoles por la noche, le tomaron medidas y el jueves al mediodía le entregaron en su hotel un paquete con un vestido que era su segunda piel. Por 20 euros. Esto también es China. Desde que el dragón asiático despertó no se ha echado ni una siesta. Primero nos trajo sus restaurantes, después un modelo de comercio que sacudió las 8 plantas del Corte Inglés con su oferta de llave inglesa, peluca, cuaderno, aceitera y sujetador, el pequeño supermercado de barrio, las macrotiendas de ropa y calzado con olor a petróleo que irradian luz para iluminar barrios enteros y ya después, los sastres. Nunca le he preguntado si él comenzó en ese mercado pantagruélico de Shangai, pero Jong pulveriza marcas de atletismo con la máquina de coser. Es el único profesional que he conocido en las ciudades donde he vivido al que entregas el abrigo hoy y te dice que lo recojas mañana. Y es cierto. Y él, impecable. Le he pedido cosas que provocarían un tic en el ojo a una modista de Balenciaga y la ejecución ha sido perfecta. Jong también es rápido al hablar y al reírse, y me cuenta preocupado que se le ha inundado el taller ya dos veces por un desagüe del vecino de arriba que, en fin, y que iba a abrir una tienda de moda ilusionadísimo, pero luego va y llega una pandemia y se la cierra justo antes de inaugurarla, y cuando le digo que tiene que coger al menos tres semanas de vacaciones me contesta que con una basta, que la vida es dura y hay que trabajar mucho. Y se ríe otra vez al terminar la frase.