A lo largo de 3.500 columnas que más o menos llevo da tiempo para todo. Para malo, bueno, regular, errores gruesos, aciertos. Todo. El paso de los años, además, con la vista que da el tiempo, también nos permite a las que las hacemos darnos cuenta de, no digo equivocaciones, pero sí ciertos daños colaterales quizás inmerecidos que han recibido determinadas personas a causa de las columnas, personas que ocupaban cargos públicos y que en su momento criticaste, a pesar de que eran personas con las que tenías, no una relación intensa, pero sí cariño. A mí especialmente me pasó con dos, que no tengo problema en citar, dos personas con las que en distintas épocas de mi vida tuve contacto y aprecio –que espero que dure– pero que por sus responsabilidades aparecieron alguna vez aquí y fueron criticados –por acciones o declaraciones–, no como personas, sino como cargos. Me estoy acordando de José María Roig y de Cernin Martínez, a los cuales tengo un gran respeto y a los que desde aquí mando un saludo y mis disculpas si algo de lo que escribí les supuso aunque fuese una leve molestia por exceso de ímpetu. Hago esto pasados muchos años no porque tenga intención de morirme pronto y esté purgando malas sensaciones, sino porque creo que es mi obligación que si esa sensación me ronronea por dentro y no me los encuentro hace mil años y además quería hacerlo por aquí, pues lo hago. Quizá no me excedí, no sé, pero el caso es que la duda se me queda y no quiero pasar la oportunidad para ponerlo por escrito, porque lo que se piensa o se siente o se calla no sirve. Es un peaje a pagar cuando se escribe, tener remordimientos por ciertas cosas y con ciertas personas, hoy en concreto estas dos pero que podrían ser muchas más que en momentos muy complejos de gestión –me acuerdo de Marta Vera, por ejemplo, cuando estuvo en Salud– han recibido estopa de prácticamente todos los frentes.