Una persona bajó al portal para ver qué pasaba con la seguridad de que era algo malo. Eran las cinco de la mañana, cabe pensar que poco antes estaría durmiendo, que se despertó con los gritos, que el sobresalto le hizo incorporarse en la cama y que tardó varios segundos en comprobar que eran reales, de una mujer, que los seguía oyendo y que venían de abajo, casi con certeza del portal. Buscó las zapatillas y fue escaleras abajo. O puede que estuviera desvelada y el proceso fuera más rápido. Que desde el primer grito o petición de socorro identificara la situación y tomara la decisión de bajar al portal. O tal vez acababa de llegar de la calle.
En cualquiera de los tres casos, pudo hacerse una idea de lo que pasaba, entendió que había una urgente petición de ayuda, consideró que podía prestarla o por lo menos contribuir a que se prestara y se involucró. Un proceso rápido, pero no automático. Interviene la voluntad y sería lógico sentir miedo, consideren los pensamientos que se les activan al juntar las palabras noche y gritos de socorro. ¿Valoró los riesgos que podía correr? No podemos saberlo. ¿Consideró que otras personas estaban en mejor situación para intervenir y que podía limitarse a dar aviso? Si lo hizo, no fue razón suficiente para hacerse a un lado.
No suele ser la reacción mayoritaria. Cuando percibimos que otras personas pueden prestar auxilio, lo más frecuente es que nos inhibamos. Es el resultado poco alentador de un conocido experimento de psicología social.
En esta ocasión no ha sido así, gracias a su actuación una mujer víctima de violación ha podido ser atendida con celeridad. Para la mujer agredida, toda la solidaridad y el deseo de recuperación, para la persona anónima que la auxilió, reconocimiento.