Pensar que una guerra en sus fronteras no iba a producir consecuencias económicas y políticas, es a estas alturas como creer que los niños vienen de París. Putin con su invasión de Ucrania buscaba poner patas arriba el tablero geopolítico mundial, pero, sobre todo, los complejos equilibrios en los socios de la Unión Europea. Escandinavia, cuyos países son desde hace décadas vanguardia de pacifismo y progreso, ven hoy como sus ciudadanos acuden a las urnas con un voto mayoritariamente de derechas y de posiciones ultras. La respuesta de su abandono a la socialdemocracia es bien simple: la crisis económica y el temor a un ataque ruso. En busca de una mayor seguridad de sus bolsillos y sus casas, los escandinavos han optado en Dinamarca, Suecia y Finlandia por partidos que abogan por políticas más rigurosas con el gasto social, descaradamente pro OTAN y que ven en la migración una amenaza para sus derechos.

Vanguardia de progreso y bienestar

Los Estados escandinavos son reconocidos internacionalmente como las sociedades más prósperas, avanzadas y pacíficas. Año tras año, vienen ocupando los primeros lugares en los índices que evalúan la riqueza, la educación y la paz. Asimismo, el Estado de Bienestar, impulsado por la socialdemocracia en la posguerra mundial, representa el modelo de asistencia social que goza de mayor popularidad en el mundo a causa de la extensa red de derechos que proporciona el Estado a su población. Sin embargo, la prosperidad de estas naciones contrasta con un hecho: el rebrote del nacionalismo, la xenofobia y el racismo, cuyo reclamo se centra en beneficiar exclusivamente a los nativos con el propósito de preservar la homogeneidad de los pueblos escandinavos. La hostilidad hacia los inmigrantes está motivada por una mezcla de temor y resentimiento que ha surgido en respuesta a las incertidumbres provocadas por la transformación social y cultural de las democracias occidentales avanzadas. Son el caldo de cultivo de la idea de que los inmigrantes contribuyen al incremento del paro, la violencia y el crimen.

Ahora, los países nórdicos viven la irrupción de los partidos de extrema derecha en sus Parlamentos, incluso formando parte de los Gobiernos como socios, por ejemplo, en Dinamarca, Finlandia y Noruega o apoyándolos desde fuera como en Suecia. Este fenómeno político es el resultado de dos factores: primero, la ineficacia de la gestión socialdemócrata para solucionar los problemas que afectan a los ciudadanos y, segundo, el compromiso que ha asumido la extrema derecha de gobernar. Durante los años ochenta, la extrema derecha populista, en general, y los partidos progresistas nórdicos, en particular, resurgieron en Europa impulsados por un fenómeno propio de la globalización: el crecimiento de los inmigrantes y los refugiados. En esta circunstancia, la xenofobia floreció en defensa de la identidad nacional y las prestaciones sociales, razón por la cual estos partidos modificaron su posición antisistémica, por una visión nacionalista.

Putin fomenta el extremismo político

La invasión de Putin de Ucrania es la gota que ha colmado el vaso. El extremismo político está conquistando a amplias capas de la población escandinava afectadas por una crisis económica cuyo protagonista es la inflación que está empobreciendo a las clases medias europeas. A ello se une el riesgo de desabastecimiento energético en zonas boreales y el fuerte crecimiento de la deuda pública, así como el paulatino mal funcionamiento de los servicios público. Y como colofón, el miedo a un ataque ruso en sus fronteras que ha producido un cambio radical en las políticas de neutralidad y pacifismo de Estados como Finlandia, que ya es miembro de la OTAN y Suecia que espera a serlo. La realidad es que la “cruzada contra la decrépita civilización occidental” que declara haber emprendido Putin, ha provocado que sociedades, hasta hoy y por décadas, muy liberales, centradas en el progreso y en la igualdad, levanten un muro ultranacionalista para defenderse de lo externo y cuidar las esencias de lo propio. Nada nuevo bajo el sol: la exacerbación de las identidades como justificación de la defensa del poder.