Comencemos por el reconocimiento de culpa: yo he insultado en un campo de fútbol. Diría en mi descargo que fue en un tiempo remoto, que eran los improperios estándar en ese hábitat, que tenían como objetivo al “puto” árbitro, al “cerdo” del defensa o al “tonto” del aficionado de la banda de enfrente. Hasta ahí. De la misma manera, he recibido insultos como jugador, algo que se daba por descontado en algunos campos del fútbol regional. Todos sabíamos lo que había; incluso diría que formaba parte de las reglas no escritas. Algunas generaciones crecimos asistiendo a partidos en El Sadar rodeados de adultos que no paraban de proferir insultos gruesos contra el colegiado y, cuando las cosas iban mal, contra los futbolistas de su propio equipo. Ese era el ambiente habitual en aquella época. Nuestros padres no nos tapaban los oídos ni nos daban lecciones de civismo de vuelta a casa. Era parte de aquella cultura futbolística que luego revisaban los sociólogos para concluir que el hincha acudía el domingo al estadio para descargar sus múltiples frustraciones acumuladas durante la semana. Insultar era una terapia y salía gratis.

Lejos de ir a menos, el insulto se ha especializado en el objetivo y diversificado en las formas. Hemos pasado del “hijo de puta” que servía para todo y para todos al “maricón” de tintes homófobos, al “judio cabrón” antisemita o al “puto negro” racista, siempre dirigido a futbolistas. Parece que la víctima se eligiera por la popularidad contraída en un hecho puntual y el denuesto le persiguiera de un estadio a otro hasta el final de su carrera y después. Esa es la cultura de la grada en el siglo XXI. Los sociólogos la atribuyen a grupos radicales que buscan protagonismo en las gradas. Insultar es un delito castigado con multas o expulsiones del club que no han demostrado ser efectivas para aplacar este desgraciado fenómeno.

La terapia como sociedad ante estos hechos es señalar a los culpables, etiquetarlos y pensar que el problema comienza y acaba ahí. Vuelvo al principio: reconozcamos nuestra parte de culpa. He asistido a partidos de niños en los que padres, madres y entrenadores ofrecen un comportamiento vergonzante y nada aleccionador para los pequeños. Estamos ante un problema que tiene su origen en la mala educación, en dejar a los valores que nos hacen fuerte como sociedad en el banquillo. Y este no es solo un problema del fútbol.