Hace unas cuantas semanas me propusieron ir en una lista electoral y hasta ahí puedo leer. No revelaré las siglas, pero los que me conozcan ya se imaginarán que la oferta no me pudo venir más que de tres partidos. Después del soponcio reaccioné y dije que no, rotundamente, porque para mí, como periodista, sería un auténtico suicidio profesional.

La primera frase que me dijo la persona que contactó conmigo fue que me iba a hacer una proposición “que podría cambiar mi vida”. Lo dijo como si fuese algo bueno, pero yo no acerté, ni acierto, a verle ningún aspecto positivo, a excepción del sueldazo en caso de sacar un puesto.

Yo reconozco que no todo el mundo que se mete en política lo hace por medrar económicamente o por un afán de poder o relumbrón social. Hay también gente convencida de que puede aportar algo bueno al funcionamiento de la sociedad. Yo, de hecho, conozco a un par o tres de personas así. En cualquier caso, para estar hoy en día en política tienes que tener muchas ganas y mucho aguante para que te partan la cara y partírsela tú a los demás en cuanto puedas. Y yo no valgo para eso. Yo tengo hiper-empatía. Si me descuido acabo viéndole el lado bueno a casi todo el mundo. De hecho, me da miedo pasear por Carlos III estos días porque, si me descuido, lo mismo acabo haciéndome un selfie con alguien que no debiera. A veces pienso que soy un poco Zelig, aquel personaje camaleónico de Woody Allen que se tenía la capacidad sobrenatural de cambiar su apariencia adaptándose al medio en el que se desenvolvía en cada momento. En fin, no sé lo qué será, pero en cualquier caso nada bueno para dedicarte a la política. Así que mejor me quedo a este lado de la barrera.