Estamos muy entretenidos (y complacidos) por escuchar a Yolanda Díaz sus lecciones de Barrio Sésamo, como cuando esta semana dijo que para lo que necesitamos el tiempo es para ver pasar el tiempo. Mientras, el más interesante análisis del más importante de nuestros problemas ha llegado a través de un discurso pronunciado por el gobernador del Banco de España, Pablo Hernández de Cos, en la celebración del 45° aniversario del diario Cinco Días.

Sí, ya sabemos que mencionarle parece veleidad neoliberal, que qué va a decir el gobernador, que ya se sabe a quiénes defiende… Sí, ya sabemos que lo de Yolanda es jarabe para el oído, ambrosía para nuestras agitadas vidas. Pero resulta que lo que expuso Hernández de Cos es la verdad incómoda, la que nunca se trasladará con objetividad al debate político en el que lo que cuenta es la estafa intelectual. Sus palabras pusieron de manifiesto que España no está siendo capaz de desarrollar un proceso de convergencia sostenida hacia los niveles de renta per cápita del área del euro, un fracaso constante en las últimas décadas.

Hoy en día, nuestra renta per cápita es inferior en un 17 % a la de la Unión Económica y Monetaria, sólo 4 puntos menos que la diferencia que existía en 1978, pero 8 puntos más que el nivel alcanzado en 2005. Es decir, que en todos estos años no hemos sido capaces de reducir la brecha negativa a pesar de que hemos contado con las condiciones para ello, la principal de ellas estar en el mismo sistema monetario y beneficiarnos de casi ilimitado acceso a la financiación. Las razones que apunta el gobernador son dos, y bien conocidas desde hace años: la baja productividad y la reducida tasa de empleo. La paupérrima productividad de las empresas españolas es un problema generalizado e independiente de su especialización sectorial o su tamaño.

Y tiene cinco causas principales. Primera, el reducido peso de la innovación en nuestra economía. Segunda, el menor nivel de capital humano de la población española y, en particular, de su formación tecnológica. Tercera, un entorno regulatorio asfixiante, que afecta a la actividad y a la asignación eficiente de recursos entre empresas. Cuarta, las regulaciones del mercado laboral, que propician la contratación temporal y se niegan a relacionar salarios con productividad. Y quinta, los ínfimos niveles de confianza en las instituciones y en su capacidad de gestión.

Todo junto pinta un panorama desastroso, regresivo, en el que la economía se depaupera y como consecuencia empobrece la renta de las familias. Si miramos algunos indicadores objetivos podemos percibir los efectos de esta situación. El Ibex estaba en noviembre de 2007 en unos 16.000 puntos, y ahora ronda los 9.500. En el mismo periodo, el Dow Jones casi se ha triplicado. En el índice global de competitividad de 2022, elaborado por IMD y que analiza 63 países, España está en el puesto 36, superada claramente por Nueva Zelanda, Lituania, Bélgica o Irlanda.

Pero seguramente, la constatación más dura de esta realidad es fijarnos en cómo ha evolucionado el nivel de renta per cápita. En 1992, España e Irlanda tenían un PIB per cápita idéntico, unos 11.600 euros. Hoy España tiene 27.870 e Irlanda, que es un patatal, 98.260. Podríamos reiterar las comparaciones con casi cualquier otro país, y comprobar el nivel tangible –dinero en el bolsillo– del desastre. De hecho, el aumento nominal del PIB per cápita ni siquiera sirve para compensar la inflación, así que en términos netos somos más pobres que hace años a pesar de los ingentes recursos tangibles e intangibles de los que hemos dispuesto. Por añadidura, habría que evaluar el aumento de las desigualdades sociales, la distribución real de esa renta, para verificar hasta qué punto somos un país fallido.

Esto está pasando, se quiera reconocer o no. Y esto es lo que más afecta al bienestar de las personas. Escuchamos la queja de que las nuevas generaciones tienen menores oportunidades y expectativas que las que les antecedieron, y que eso es una aberración histórica. Pues sí, lo es, pero lo que hay que hacer es pararse a valorar las causas y tratar de corregir el problema de fondo. Que fundamentalmente consiste en darle mérito al esfuerzo, y exigir políticas de calidad que conduzcan a objetivos claros. Nadie parece dispuesto a emplear la campaña electoral para situar al elector ante los retos reales y la estricta realidad, como el problema de nuestra competitividad. Así es como estaremos condenados a ser cada vez más pobres.