El trombón de varas ya duerme en casa. Ha pernoctado nueve días en el local de una peña. Parece más brillante después de pasar horas al sol, absorbiendo el metal el calor que cae del cielo y el que sube del tendido, y ahora aprovecha la corriente de aire que entra por la ventana de la habitación para respirar a bocanadas por la reluciente campana. Parece que ha salido indemne; no tiene muescas de golpes ni en brazo ni puentes, ha pasado otra prueba en el estrecho pasillo de las calles, en las que hay que guardar distancias para que el ir y venir de la vara no alcance la nuca de un compañero; tampoco le han salpicado líquidos ni ha dado con sus hierros contra el suelo fruto de un empujón, tan frecuente y malintencionado entre quienes no respetan el trabajo de los músicos.

El trombón mantiene una relación con el músico desde que este era niño; ambos recuerdan la primera salida de la plaza de toros tras la corrida, aquella emoción compartida que acabó en lágrimas. De vez en cuando la relación tiene altibajos y la boquilla le deja al trombonista una huella gruesa en los labios que le recuerda que esto ya no es un juego de niños. El trombón descansa hasta el próximo pasacalles mientras sueña en si bemol.