El 15 de agosto nunca ha sido un día propicio para la política. Más bien para todo lo contrario. Es una de las fechas señaladas en el calendario para la desconexión, la fiesta y el asueto. Y la investidura de Chivite no alteró los planes de la ciudadanía, que en buena medida estuvo ajena a lo que sucedía en el Parlamento, ni de buena parte de la clase política habitual en estos plenos, que ayer no se asomó por el hemiciclo. Su reelección se produjo en un ambiente casi familiar. Sin apenas invitados en la tribuna, con muchos parlamentarios recién levantados de la mesa tras haber celebrado sendas comidas con amigos y alguno –como fue el caso de Adolfo Araiz– sin quitarse ni siquiera la ropa blanca y el pañuelo de fiestas de Tafalla. Desde luego, si se buscaba que la reelección de la presidenta se produjera en un ambiente discreto y sin paracaidistas voceras aterrizados de la capital para denunciar la influencia de EH Bildu en este proceso, la jugada salió perfecta. Nada que ver con lo ocurrido hace cuatro años, cuando la derecha desembarcó en Iruña con Cayetana Álvarez de Toledo y la que era portavoz nacional de Ciudadanos, Lorena Roldán –¿alguien se acuerda de ella?– para lanzar todo tipo de improperios.