Forma parte periódica del escenario político de Madrid la reaparición pública de personajes del pasado como González o Guerra –a los que siguen luego otros viejos ex dirigentes del viejo socialismo–, para arremeter como elefante en cacharrería contra la línea de flotación del PSOE cada vez que el rumbo de la nave no les gusta o afecta a sus intereses. Siempre, la misma cantinela. Una larga lista de estómagos agradecidos, intelectuales orgánicos al servicio de un régimen en ya inevitable estado de decadencia y una larga lista de dinosaurios siempre dispuestos a dar lecciones de lo baja que puede llegar a caer la miseria humana en el deambular de la política. Ellos sabrán. En este caso, forma parte del formato de investidura fallida de Feijóo: siendo imposible la suya intentar cargarse en el camino la de Sánchez. Como si el tiempo no hubiera pasado y las nuevas generaciones no estuvieran ya aquí. No sirve ya escudarse en un relato falso, edulcorado y simplista de unos hechos históricos para encubrir y salvaguardar la imagen de los restos del régimen del 78, resultante de entregar la transición democrática al chantaje del tardofranquismo, que ahora en pleno siglo XXI parece muy lejos de ser un paso modélico, como nos intentaron hacer creer durante años, de una dictadura genocida a un sistema democrático. A la Transición no la va a enterrar la aprobación de una posible ley de amnistía en Catalunya. El régimen del 78 se enterró el solo. De aquella Transición, que derivó en un bipartidismo que falseaba la pluralidad política y nacional del Estado, se ensalzan luces y logros, pero se ocultan obstinadamente sus muchas sombras. La actual crisis que asuela a las principales instituciones del entramado jurídico-político pactado entonces evidencia que muchos problemas quedaron sin resolver y aún permanecen. Fue incompleta, porque acabó pactando la continuidad de buena parte de esas estructuras de poder franquista en las nuevas estructuras democráticas, desde la Justicia, al Ejército, los cuerpos policiales, las grandes empresas y bancos, partidos políticos y la jerarquía católica. Y esa herencia persiste. El bipartidismo se enterró bajo los sucesivos escándalos de corrupción que han impregnado tanto al PP como al PSOE –ahora se cumplen 25 años de la condena de Urralburu por el cobro de comisiones ilegales por la adjudicación de obras públicas–, el saqueo y privatización de empresas públicas y sectores estratégicos del país en una pérdida incalculable de bienes comunes traspasado a precio de saldo a intereses particulares y el terrorismo de Estado y la violación de derechos humanos. Un proceso de decadencia que lastra todavía la economía y la democracia española en este siglo XXI. En esa España suya, la de González y Guerra y otros viejos dirigentes de aquel PSOE, la sombra del pasado negro que trata de ocultar la memoria histórica de la Transición sigue siendo alargada. Se trata de salvaguardar los privilegios y reparto del poder de unos pocos, no del interés general. Pero por mucho que insistan, ese recuerdo sesgado e interesado no es argumento para limitar hoy la democracia. Sería repetir aquellos errores que son ahora rémoras pesadas que arrastran al Estado español a una inestabilidad constante. Y las nuevas generaciones no caminan por esa misma senda de sus amañados recuerdos.