El miércoles descubrí mientras escuchaba a mis muelas triturar una tostada en dolby surround y el segundo sorbo de café me caía en cascada río abajo desde la garganta que Elon Musk había comenzado a seguirme en Instagram. Si hubiera sido por la calle, me habría impresionado. Incluso asustado, porque este hombre de piel tensada sobre el bastidor de unas sienes y unas mandíbulas angulosas que es propietario de SpaceX, de Tesla, de medio planeta actual y de parte de los futuros depósitos de agua, minerales por descubrir y materia prima aún por nombrar en toda la Vía Láctea tiene una mirada inquietante y una cuota de poder abrumadora.

Me relajó bastante comprobar que existen casi cuarenta perfiles de Instagram que llevan su nombre, entre ellos varios que incluyen el apelativo ‘real’ y ‘official’, uno especializado en parodias y otro en memes del magnate de los negocios. También me tranquilizó constatar que a este hombre adicto a la intensidad y la adrenalina empresarial que en la misma semana contrae malaria en un safari, sobrevuela la cumbre sobre Inteligencia Artificial que reúne al Congreso norteamericano y a los sheriffs de las principales tecnológicas y sobre el que leo que compró Twitter en su día porque SpaceX y Tesla iban tan bien a velocidad crucero que ya se estaba aburriendo, no debe de quedarle tiempo para tonterías. Quien empezó a seguirme en su nombre será una de esas aplicaciones que hacen crecer el número de seguidores de las cuentas. O alguien que no tiene vida, yo qué sé.

Divagando sobre conexiones improbables me encuentro con que un grupo de matemáticos de varios países han vuelto a confirmar la teoría de los 6 grados. Esa que aseguraba que a través de una cadena integrada sólo por 6 personas podemos conectarnos con cualquiera de los 8.000 millones de seres que superpoblamos la Tierra. Kim Jong Un. Juan Tamariz. Annie Ernaux. El vendedor de shawarma que está saliendo de la mezquita de Santa Sofía a la izquierda. Y claro, Elon Musk.