Se me ocurrió mientras deambulaba por Navarrería durante las fiestas de San Fermín de Aldapa. Un barrio desbordado. Ese fin de semana se queda txikito. Un sociólogo alienígena que observara nuestro estilo de fiestas –mayores, menores, juevintxos– se preguntaría si el vaso en la mano forma parte natural de la anatomía humana: unos dedos ceñidos a un pequeño cubo. Rara es su ausencia entre las masas entregadas al ocio y al jolgorio. Esa minoría quizá padeciera una amputación genética indeseada. Dudaría por tratarse de un material distinto al tejido de la epidermis, pero podría pensar en una mera falta de conclusión en la evolución de la especie. Por su parte, un alienígena experto en movilidad estudiaría –miradas cenital y horizontal– las técnicas de desplazamiento pedestre en calles y plazas atestadas de personas.

Seguro que la habilidad para transitar entre cuadrillas estáticas que forman rotondas sociales tendría aplicación en los modelos urbanos más congestionados de sus planetas. Son milagrosos los roces sin daños; a lo sumo, algún salpicón involuntario que se cierra casi siempre con un comprensivo parte amistoso. El alcohol es aquí tan consustancial a la fiesta que el fin de semana pasado se cerró el ciclo “Vermuteando”, organizado como programa cultural por el Ayuntamiento de Pamplona. Música en plazas y rincones de barrios a la hora del vermú. ¿Programa cultural o de ambientación? Una ración de bravas y una de corcheas. El cénit de la concentración de vasos en fiestas lo montó la derecha municipal gobernante en los Sanfermines del año pasado, cuando la Plaza del Castillo se transformó en Plaza de las Barras. Con irregularidades confirmadas por sentencia. Macrobotellón y macrosuciedad que Maya valoró como un éxito. Su sucesora, la alcaldesa Ibarrola, firma un convenio de colaboración turística con el alcalde de la ciudad icono en el consumo de cañas en libertad: Madrid. El vaso ya lo tenemos. Siempre a mano. Y en la mano.