Colocaban las luces de Navidad y reaccioné como el ser poco verbenero que soy. Luego pensé que diseñarlas, fabricarlas y colocarlas daba trabajo. Atraerán a muchas personas que aprovecharán para ir a los comercios cercanos a comprar (de más, es la intención) –más trabajo– y después lo celebrarán con un par de potes –ídem– y en todo este proceso se mostrarán entusiastas, reforzarán lazos, considerarán qué regalar a otras personas, creerán en el futuro. Por eso, el ayuntamiento no esperará a iluminarlas a la hora en que la electricidad esté más barata, sino que se tomará el gasto como inversión en el bienestar ciudadano. Lo digo sin ironía y con ironía, me caben ambas posturas. En cualquier caso, el ayuntamiento no arriesga y no pone las luces en cualquier sitio.

La arteria comercial de mi barrio de joven tenía de todo: panadería, lechería, mercería, una frutería donde vendían la mejor fruta que he comido nunca, luego pusieron otra, una tienda de lanas, tres droguerías-perfumerías, varios bares, una tienda de enmarcación de cuadros, periódicos y chucherías, un comercio de electrodomésticos, un tostadero de café, una tienda de textil de hogar, un comercio de ropa, otro de conservas y encurtidos, una carnicería, una peluquería, una floristería y un cine por decir algunas. Como en un río, desembocaban en ella calles que añadían zapaterías y zapateros, farmacias, ultramarinos, una tintorería, más bares, otro cine, una biblioteca, varios supermercados, una pescadería y algún pequeño taller. Desde hace tiempo es una sucesión de bajeras clausuradas. Como aquí no se ponen luces, el ayuntamiento, los sucesivos ayuntamientos, que esto lleva tiempo, igual no se han dado cuenta de la situación mientras que en otros lugares más iluminados crecen civivox es de la noche a la mañana. La conclusión es tan triste como el final de La cerillera.