Hay días en que, directamente, te bloqueas, sin remedio. Iba a escribir del tema de la deuda condonada a algunas comunidades y todo esto, pero a primera hora de la mañana nos enteramos de lo que nos enteramos y a partir de ahí ya no le vi sentido. Podría haber tirado de experiencia y de los casi 20 años que llevo haciendo esto y haber escrito de cualquier cosa, pero me parecía una falta de respeto no mencionar la tristeza infinita que ayer nos asomó a todos. El problema es que, más allá de eso, de esta sensación de enorme pena, de lágrimas que se te asoman a los ojos, no hay mucho más que decir. La tristeza no es un buen elemento para construir columnas. Mucho menos si es una tristeza ajena, en la que tienes poco o ningún derecho a meterte, en la que tienes que tener un poco de dignidad para no hurgar en la angustia de tantas y tantas personas que ayer sí que sintieron el dolor en toda su expresión.
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Con la pena personal puedes escribir, puedes desnudarte un poco si quieres, puedes liberar sentimientos a fin de cuentas compartidos por nuestra condición de humanos. Con la pena ajena, en cambio, hay que ser extremadamente respetuoso, al punto de que poco tengas que decir. Quizá nada. La frase habitual en estos casos es “te quedas sin palabras” y es completamente cierto, tanto como que cualquiera que haya sufrido una pérdida sabe que no hay palabras de consuelo en las primeras horas y días tras algo tan desgarrador. Tal vez. Pero estamos en la obligación de buscarlas. El lenguaje a veces es con palabras y a veces sin ellas, a veces basta con gestos, con maneras de hacer, con miradas. Todo cuenta. Esas familias van a necesitar de lo mejor del lenguaje humano de esta sociedad para, ojalá, volver a encontrar un poco de sentido a la vida. Los demás tenemos que estar ahí, cerca cuando lo pidan, cerca cuando lo necesiten, cerca cuando se vea que hay que estar cerca sí o sí.