El líder de la derecha no sabe una palabra de inglés, ni para soltarse con “relaxing cup of café con leche in Plaza Mayor”, célebre donosura de la alcaldesa Botella. Sostienen sus allegados que es torpe para los idiomas y que jamás se entenderá con líderes mundiales sin la ayuda de traductor o pinganillo y será bandera del fracaso de la vieja España, acomplejada, sin autoestima y con un sistema educativo decadente que, pudiendo remediar en parte su atraso internacional con el cine y la televisión, se negó a hacer lo corriente en Europa, ver películas y series en su idioma original como método para familiarizarse con el inglés.

¿Cuántas veces se advirtió por los expertos que el doblaje era un error táctico para el aprendizaje de idiomas, pues los subtítulos ayudan al esfuerzo de instruirse? ¡Para hablar, antes hay que escuchar! Sarcásticamente, las pocas películas que se emitían en lenguas distintas al español eran tildabas de “cine de arte y ensayo”, como rarezas exóticas. Junto a la humillación de la libertad, la dictadura tuvo éxito en mantener la maldición histórica de la ignorancia de idiomas y otros saberes cruciales.

El resultado es un gran sector del doblaje, superabundancia de traductores y un país que apenas balbucea el inglés. No es el único absurdo de la televisión, igualmente legado del franquismo: la irracionalidad de los horarios de trabajo y ocio. La vieja resistencia a homologarse con Europa en las jornadas laborales se ha atrincherado en un prime time que rebasa la medianoche, poco compatible con acostarse y levantarse pronto. Las cadenas, incluidas las públicas, se niegan a rebajar el tope del prime time a las once de la noche. Y así el Estado español, cerrado y somnoliento, será siempre una anomalía europea.