Le llaman el asesino silencioso. Y no es un sujeto que tire de navaja con destreza de barbero, dispare con precisión de cirujano o asfixie con la habilidad de manos de un ilusionista. Hablamos del brasero, ese utensilio que encajaba en la base de la mesa camilla y con el que antaño se combatía el frío invernal. Las brasas de la cocina económica alimentaban el recipiente de metal, cubierto por una rejilla de protección. El calor que desprendía más el que aportaba el grueso faldón con el que se vestía la mesa, elevaban la temperatura corporal.

La necesidad de combatir el frío acercando los pies suponía en alguna ocasión que las ascuas chamuscaran la suela de las zapatillas. Pese a la instalación de calefacciones, de estufas y radiadores, el brasero sigue siendo hoy un recurso, en particular en domicilios con ajustados recursos económicos o que sufren pobreza energética. Pero es también un artilugio que entraña riesgos; una mala combustión en espacios cerrados acumula monóxido de carbono que dificulta la respiración y puede derivar en serias consecuencias para la salud. Este fin de semana conocimos que dos vecinos de Urroz fueron trasladados al hospital con síntomas de intoxicación. El asesino silencioso vuelve con los fríos.