Cuando a veces me enervo un poco con el tema del deporte femenino y el eco que obtiene el fútbol femenino con respecto a otros deportes femeninos, o cuando la acción en redes sociales se centra exclusivamente en señalar que Djokovic no es el tenista con más títulos en Grand Slam sino que está empatado con Margaret Court –por parte de gente que el sábado no ha visto la final femenina en 99 de cada 100 casos– es porque a mí, siendo válidos estos arranques, se me quedan en poco. A ver: ayer se murió Carmen Valero.
Con todos los respetos a las y los inmersos en la pelea por el valor del deporte femenino: si no sabéis quién es Carmen Valero y qué hizo Carmen Valero no diré yo que quede invalidado todo lo bueno que hacéis, ni siquiera un 1% de lo que hacéis, pero sí queda plasmado que venimos de un pasado ominoso en el que ni siquiera las personas más predispuestas a hacer del deporte femenino algo lo más valioso posible tienen carencias básicas, desconocen la historia del deporte femenino del país y a fin de cuentas no le dan el valor que merece. Porque Carmen Valero merece un valor enorme, inmenso, que no tuvo en vida y que quizá lo tenga tras su dolorosa y temprana muerte a los 68 años tras un derrame.
Cuando yo era crío, el récord de España de 3.000 lo tenía Valero, nada menos que en 9 minutos, un marcón incluso para ahora. Y hablamos de hace 45 años. Hablamos de la primera atleta olímpica española, en 1976. De la única persona española –mujer u hombre– que ha sido campeona del mundo del cross, en dos ocasiones, además, en 1976 y 1977. En Finlandia sería un icono nacional. Aquí, la han conocido y respetado 4 gatos y gatas, sabedores de que si hubiese nacido unos años más tarde –la distancia máxima permitida en pista eran los 1.500, corta para ella– o encontrado un país que no fuera este estaríamos ante una leyenda del atletismo. A mí estas cosas me dan rabia. Y pena.
