Que recuerde, la carta debía empezar con un “Queridos Reyes Magos” o en su defecto “queridos RR.MM.”, que para eso nos estaban dando ilustración a partir de la caligrafía y sus rabillos y cerillas. Evidentemente, se había sido bueno, requetebueno, magnífico en el colegio, obediente en casa y ayudado a los hermanos, primos y demás parentela y a esa vecina del segundo que daba miedo porque tenía un perro. También deseábamos salud y larga vida a los papás. El tiempo no enseñó que esto nunca funcionó.

Tocados por la inocencia infantil –la lógica infantil salta montañas y aplasta cualquier convención–, también sosteníamos alguna duda acerca de que si había Reyes Magos, con mayúsculas escritos, sin duda también había unas Reinas Magas, con mayúsculas, que, deducíamos, andarían a otras cosas indudablemente más ingeniosas que doblarse el espinazo subidas en camellos y dromedarios, o en realidad eran ellas las que construían la mecánica del reparto de juguetes y los encargados del transporte eran los otros, los que se llevaban la fama y recitábamos sus nombres.

La carta a los Reyes Magos no se sabía muy bien cómo viajaba, ni tampoco el número de regalos que se podía pedir, aunque el sentido común de los críos –que lo hay, que los niños son niños y no tontos, aunque se insista en ello de generación en generación– también ponía el límite a ese acontecimiento extraño y que duraba como parafernalia poco tiempo. Porque en pocos años se caían por los suelos los mitos, pero seguían los ritos. Que sigan.

La criatura de un amigo soltó el otro día que cuál es el WhatsApp de los Reyes, de los Magos, para mandarles ahí las sugerencias de regalos porque eso de escribir la carta como que no, que se cansaba, que teclear era más fácil y le ayudaban los mayores. “Dime hijo lo que quieres que les ponga”, le dijo mi colega derretido de amor paterno empuñando el telefóno móvil. A su moza la ha abrasado a peticiones porque ha engordado el mensaje-carta con sus cosas.