No es un asunto a tomarse a broma el desprendimiento del badajo de una campana y su caída en mitad de una transitada calle. La casualidad quiso que la pieza que salió disparada desde el campanario de la iglesia de San Nicolás, en Pamplona, no hiciera blanco en algún transeúnte y hoy estuviéramos lamentando el incidente, buscando explicaciones sobre cómo pudo suceder y pidiendo responsabilidades. Es cierto que el hecho ha sido noticia por excepcional, porque no es algo frecuente que desde esas torres lluevan objetos que impactan en la vía pública. Pero que haya ocurrido obliga a parroquias, ayuntamientos y Arzobispado a tomarlo en cuenta, sobre todo si vivimos en una tierra con unas setecientas iglesias repartidas en ciudades y pueblos y que cada uno de esos templos, unos más grandes, otros más pequeños, presumen en lo alto de dos gruesas campanas.

El Casco Viejo de Pamplona alberga una decena de iglesias con sus correspondientes campanarios. No voy a reabrir el debate sobre las molestias que a algunos vecinos puede causar el toque de campana; tengo mi opinión, me gusta su sonido, pero también es verdad que no tañen al lado de mi cama. Por otro lado, el tradicional bandeo, el toque rítmico y musical, ha quedado costreñido a fechas muy señaladas. Esos giros a toda pastilla requieren de la habilidad de los campaneros, de mucha coordinación y del buen estado de todos los elementos. No es fácil encontrar noticias de accidentes como el ocurrido en San Nicolás; desconozco si existe un protocolo para la periódica revisión de estos artilugios, pero dado el precedente parece oportuna una inspección –el párroco dijo que el badajo se había deteriorado por el paso del tiempo– que garantice el buen estado de los elementos. Sobre todo, como digo, porque los campanarios están cerca de calles transitadas.

Con el correr de los tiempos, las campanas parecen condenadas a ser un mudo elemento ornamental, un testigo silencioso del pasado. Las nuevas iglesias, con una arquitectura más moderna y en ocasiones vanguardista, bien las han eliminado o han instalado otras de menores dimensiones o han recurrido a altavoces para replicar su sonido. Pero ahí, en lo alto, siguen colgadas de un rústico mecanismo unas campanas, algunas de miles de kilos de peso, a las que, si se quiere conservar en buen estado, hay que prestar atención para que, como el ya famoso badajo de San Nicolás, no salgan un mal día volando.