Suena el despertador. Son las seis y media. Paula, con un ojo abierto y el otro todavía cerrado, se mete en la ducha, sale y desayuna. Siete menos diez. Mientras se viste corriendo va despertando a Iker, el chiquitín de un año y a Maider de cuatro. Su pareja está de turno de noche y todavía no ha vuelto. Desayunos, cereales, biberón, galletas… Hay que preparar el almuerzo. “Maider, no te olvides de la manualidad que hiciste ayer y tienes que llevar a la escuela”. Siete y cuarto. “Maider vete poniéndote las botas mientras visto a Iker”. Teléfono cargado, bolso preparado, mochila lista. Siete y veinticinco “¡Mier….coles! ¡Nooo! ¿Por qué tienes que vomitar justo ahora?” Siete y treinta y cinco Iker limpio y reluciente, listo para salir de casa. Bajando para el coche. Llaves, paraguas… y ¿el plástico de la silleta? “¡Noooo! ¡En la bañera y está jarreando!” Vuelta para arriba. De nuevo al coche. Monta a Maider y átala. Coloca a Iker en su cuco y átalo. Silleta al maletero. Siete y cincuenta saliendo del garaje. Llueve a cántaros. Ahora sólo toca cruzar toda la ciudad con sus millones de semáforos y en hora punta para llegar a la escuela infantil y dejar a Iker y después volver a cruzar Pamplona para llevar a Maider a su cole y luego llegar al trabajo puntual.

“Pues chica, no te compliques tanto y lleva el crío a cualquier otra guardería” le dice su vecina, y ella: “Pues no me da la gana, porque yo quiero que mis hijos aprendan, vivan y jueguen en euskera con naturalidad, y si la única escuela infantil, que no guardería, está en la Txantrea, pues allí que nos vamos todos los días. ¡Y suerte que conseguimos plaza!”

¿Para cuándo escuelas infantiles con modelo de inmersión en euskera en todos los barrios? l