Han pasado cuatro años y casi habíamos olvidado aquellos tres meses y ocho días en los que estuvimos confinados, entre el 14 de marzo y el 21 de junio de 2020, bajo la amenaza de un hasta entonces desconocido coronavirus que derivó en pandemia. Cuesta revivir las sensaciones de incertidumbre, pánico incluso, en aquellas interminables horas pendientes de las comparecencias televisivas del tal Fernando Simón, director de Comunicación de Alertas y Emergencias Sanitarias, el recuento incesante y estremecedor de nuevos casos de contagio y de muerte, los kilométricos paseos por el pasillo o la terraza, las lecturas casi sin digerir, los cada vez menos entusiastas aplausos a los sanitarios, atentos a las efímeras salidas de los vecinos con perro o con la bolsa de la compra, los pedidos de intendencia on line… El tiempo y las ganas de vivir dejaron atrás aquella pesadilla aunque muchos tenemos el convencimiento de que aquel confinamiento dejó una huella permanente en la salud mental de nuestra sociedad.

Han pasado cuatro años de aquel confinamiento, y aunque ya sabíamos que mientras el virus hacía estragos hubo transgresores insensatos dispuestos al contagio propio y ajeno, nos vamos enterando de otro género de personal que aprovechó la pandemia para dedicarse al pillaje rápido y desmesurado. Mientras los hospitales no daban abasto, los muertos se apilaban en los depósitos y la ciudadanía confinada aprendía de memoria cada rincón de su casa, derrochaban libres su actividad pillos, comisionistas, intermediarios, negociantes, agentes con proximidad al poder y sinvergüenzas de todo pelaje que aprovecharon la oportunidad para forrarse sin ningún pudor, para ganar dinero, y mucho, a cuenta del caos institucional, sanitario y social que supuro afrontar aquella situación.

Proliferaron los golfos que, arrimados al poder, se las apañaron para conseguir vía libre y manga ancha con tal de hacer llegar a manos de la autoridad –estatal, autonómica o local– los elementos sanitarios necesarios para afrontar una pandemia. Mascarillas, ropa protectora, test de diagnóstico, instrumental para tratamiento en UCI, en fin, toda una espléndida posibilidad de negocio que la panda de desaprensivos no estaba dispuestos a desperdiciar. Y como pagaba el dinero público, y como ningún gobernante o sátrapa quería figurar en las listas negras de los más infectados, ahora hemos visto que proliferaron los golfos empujándose a codazos a la caza del padrino que desde el poder firmase, del suministrador fullero que abasteciera cuanto antes, del intermediario tramposo que inventase empresas falsas y, hala, a facturar, que paga el gobernante. O sea, el contribuyente.

No todos estuvimos confinados, qué va, hubo mucho tráfico de maleantes de acá para allá logrando permisos, cerrando tratos en comidas y cenas, ajustando precios, distribuyendo comisiones, blanqueando capitales, derrochando mordidas y gratificando a padrinos. Y, claro, tampoco estaban confinados sino en plena actividad delincuente sinvergüenzas adjuntos a cargos políticos, parientes y colegas, que había dinero para todos. Y lo hubo, a manos llenas, aunque buena parte de la mercancía fuera inaprovechable y material de desecho.

Hemos visto ya mucha, demasiada corrupción protagonizada en el ejercicio de la política o sus aledaños. Y en ello están, en el lodazal del “y tú más”. Pero ningún episodio tan repugnante como el enriquecimiento desaforado, desalmado, a cuenta de una desgracia colectiva que se llevó por delante tantas vidas y de la que aún se sufren las consecuencias.