Hay un vínculo que sigue atando al hijo que se independiza con el hogar en el que ha crecido: el táper. Sí, el táper, ese recipiente de plástico transparente con tapa de color para conservar comida. Las criaturas que abandonan el nido trasladan en cajas sus pertenencias, dejan vacíos los cajones, desnudos los armarios y finos cuadros de color grisaceo como una segunda pintura en la pared. Pero, en un movimiento vital inverso, con el paso de los días la casa va acogiendo táperes de todos lo tonos y tamaños que coinciden con las visitas del anterior inquilino. Salen llenos y regresan vacíos, como camiones de reparto. Siempre hay dispuestas unas albóndigas, unas alubias verdes, un caldo para aliviar un duro domingo por la mañana. En cada contenido hay tanto conocimiento de nutrición como de psicología.

El trasiego de táperes es un fenómeno de nuestra época. Contaba recientemente una periodista que en un viaje en tren coincidió con gente joven que portaba abultadas bolsas. Pensó, por la edad de la muchachada, que el contenido sería ropa o libros; sin embargó, a lo largo del trayecto comprobó que se trataba de envases con sustento para varios días. Comida casera que combata malos hábitos alimentarios inducidos por la falta de tiempo para guisar, o por los recurrentes platos prefabricados o por el urgente menú de aquí te pillo aquí te como sin mantel ni servilleta.

Esa relación familiar con el táper tiene también algo de espiritual: preserva los gustos que son como cucharadas condimentadas de recuerdos, mantiene la cadena de la tradición gastronómica más próxima y hasta actualiza esa ley no escrita de que hay que comerlo todo. Y lo más importante, el táper obliga a volver, a recargar viandas y afectos, a recuperar a menudo esa parte de la vida que no puedes llevarte en la mudanza.

El táper, en fin, tiene un efecto llamada, todo lo contrario a un plato de porcelana, una fuente de vidrio o una cazuela de barro, de características todas ellas más domésticas y formales, de menaje completo, de juego de cocina. Por contra, no pasa nada si algún recipiente de plástico se pierde por el camino: es fácil de reponer. El otro día, al abrir un armario de la cocina me vino una avalancha de táperes sobre la cabeza...