A veces no dices toda la verdad, claro. ¿Quién no se calla algunas cosillas de vez en cuando? Todos lo hacemos. Callar es un arte. O debería serlo, Lutxo, viejo amigo. Estamos un lunes más en el Torino, Lucho y yo, observando el vibrante fluctuar de los eventos socioculturales y, tras dar un traguito al café con hielos, prosigo con mi discurso lunático de primavera: El arte de callar debería enseñarse en la escuela y en la universidad. Sobre todo en la Facultad de Derecho, creo. Nuestra civilización y nuestra cultura se han basado siempre en el difícil arte de callar, Lutxo, viejo gnomo. Sin el difícil arte de callar, no habríamos llegado hasta aquí. Hasta este inquietante siglo XXI, el siglo de la verdad. Podría decirse que en la evolución del viejo y entrañable Homo Sapiens como especie retadora y no obstante ambiciosa, el arte de callar ha resultado esencial. Me hacen gracia, Lutxo, los jueces de las películas antiguas cuando preguntan al acusado: ¿Jura usted decir la verdad, toda la verdad y nada más que la verdad? Qué tiempos aquellos, sin duda imperaba otro espíritu. ¿Decir toda la verdad? Eso es imposible. Ellos serían, en todo caso, los jueces, digo, los que tendrían que verla. Porque, si no la quieres ver, tampoco la ves, claro. A la verdad, me refiero. Por ejemplo, en el caso de Rato. O mejor, no: mejor en el de Zaplana. Prefiero a Zaplana sin más por su cara. ¿Te has fijado bien en la cara de Zaplana? La mirada, los gestos. ¿Has visto cómo se contonea en él, el fingimiento? Zaplana es perfectamente consciente de la importancia del arte de callar. Todo el mundo lo es. Los que declaran, los que comparecen, los que parecen comparecer. También los jueces lo son, obvio. Hasta Rato. Es una importancia que captas a edad temprana. Ya en los inicios del proceso de adquisición del lenguaje. Es una herramienta elemental. Eres tu silencio. Eso nunca lo olvidas.