Cabe desde un mínimo de empatía compartir la desazón personal de Pedro Sánchez ante la judicialización por impulso de la ultraderecha de la campaña –bulos incluidos– contra su esposa, de cuya actividad laboral en absoluto se deduce hasta la fecha ningún ilícito penal, aunque pueda exigírsele mayor prudencia en sus relaciones con operadores económicos.

Bastante más controvertida resulta la pausa en sus funciones presidenciales a las que ha sometido al Estado en su conjunto con lo inédito de los cinco días de reflexión sobre su eventual dimisión que Sánchez finiquitó ayer con su continuidad. Un periodo de extrema tensión en su partido que ha servido para movilizar a las bases socialistas y también para que se agudicen las críticas sobre su secular personalismo y su impronta tacticista en puertas de las elecciones catalanas y cercanas las europeas.

Sin embargo, lo verdaderamente relevante desde la perspectiva política reside en la proclama pública de Sánchez de que se trata de “un punto y aparte” para procurar “la regeneración pendiente de nuestra democracia”. Objetivo “desde la firmeza y serenidad” que ahora tendrá que empezar a aquilatarse por la mayoría de la vigente legislatura, incluidos los partidos que en el pasado fueron víctimas –como singularmente en la CAV– de lo que el PSOE llama ahora máquina del fango pero ante la que antaño ni se inmutó.

Urge en efecto acometer una agenda regeneracionista de gran calado para frenar tal degradación democrática ante la estrategia de acoso y derribo de las derechas en una pendencia carroñera donde todo vale, como cada vez que el PP no gobierna justo por su concepción patrimonialista del poder. También de sus potentes prescriptores jurídicos que dominan tribunales y asociaciones gremiales –ahí sigue el CGPJ sin renovar un lustro después–, así como de los satélites mediáticos tradicionales mayoritarios en Madrid a los que se han sumado portales digitales travestidos de presunto periodismo aunque en realidad financiados para la agitación y el señalamiento.

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