En Catalunya, un rompecabezas. En ERC, despedazándose. En Sumar, flagelación colectiva. Entre los togados, rebeldía. En el CPGJ, atrincheramiento frente a la ofensiva. En las autonomías, alerta inquietante por un desequilibrante favoritismo catalán. Ante semejante panorama allá donde pongas los ojos, la convivencia resulta una quimera. La estabilidad política y la independencia judicial asoman como un objetivo inalcanzable, siquiera a modo de decoro o simplemente de guardar las apariencias. La reiterada bofetada a García-Castellón para que deje de ver terrorismo en Tsunami Democràtic convive con el renacimiento del desafío independentista por parte de quienes impulsaron el procés. La paz social que Pedro Sánchez asociaba como virtud cardinal a la ley de la amnistía para su justificación queda diluida patéticamente como un azucarillo.

El laberinto catalán vuelve a convulsionar la acción política. Lo hace de la mano del ensoberbecido soberanismo que estratégicamente monopoliza el centro del tablero desoyendo a sabiendas que han dejado de ser mayoría en su propio país y que las europeas, además, consolidan su imparable caída. Les da igual. La envolvente sobre Illa surge del manual maquiavélico. Junts ha desplegado una osadía estratégica, aprovechándose de la debilidad insultante de ERC por su aterrador miedo escénico a ser considerado el botifler mayor, que desnuda al presidente del Gobierno. Basta una rápida radiografía del discurso del nuevo presidente del Parlament, o del desafío al TC aceptando el voto de los dos diputados prófugos, o de las maniobras para dilatar la investidura para comprender fácilmente que el polémico perdón de la rebeldía identitaria solo puede sostenerse de la conveniencia egoísta de Sánchez, compartida con Puigdemont y su causa. Queda mucho trecho para una convivencia auténtica, incluso para encauzarla.

Ante tamaña encrucijada suenan los ecos de una inconcebible repetición electoral, que alargará el desgobierno al que parece condenada Catalunya. Asistiríamos entonces a la trampa mortal para ERC, prisionera de un sándwich que le puede acabar devorando, porque la polarización entre PSC y Junts alcanzaría su cénit. La riada arrastraría irremediablemente a Sumar, a quien otras urnas en otoño pillarían debatiéndose aún sobre el origen de sus torpezas.

Para entonces debería haber acabado la guerra de guerrillas en un sector de la carrera fiscal. El duelo sin caretas entre los desafiantes acusadores del procés y su jefe máximo rasga la confianza en la justicia. La manguera de sensacionalismo que impregna desde lados contrapuestos las imputaciones al novio de Díaz Ayuso resulta desquiciante por mezquina. Y la ofensiva del Supremo contra la aplicación de la amnistía solo acaba de romper aguas.

Sánchez teme que el frente judicial le desestabilice porque advierte, con bastante razón, negros augurios a corto plazo. Por ahí podría interpretarse bastante fácil su advertencia de intervención inmediata en el CGPJ para despojarle de su principal poder. O, tal vez, simplemente se quede en bravuconada porque se trata de una proclama que suena poco democrática, aunque, de momento, ha conseguido por unos días desviar la interpretación del resultado del 9-J y eludir el debate sobre la pérdida de implantación autonómica del PSOE, de una manera especial en Madrid y Andalucía. Sabedor de este desgarro, el incontestable líder socialista prefiere aludir a la amenaza de la ultraderecha, prestando dentro y fuera del Congreso una promoción imperdonable desde la profilaxis democrática a un fascista líder de las fake news. Y no es un descuido verbal. Lo hace con aviesa intención.

Crecido el PP, aunque ve cómo la sombra de Vox sigue ensanchándose, los interrogantes asaetean la consistencia y duración de la legislatura. ¿Así hasta cuándo? Catalunya tiene la última palabra, paradójicamente cuando se hizo creer que iba a comenzar un nuevo tiempo. Espejismo doliente. Una escenografía que desquicia a quienes sostienen la mayoría parlamentaria desde la periferia. Mucho más desde el petardazo de Yolanda Díaz que destroza la solvencia y credibilidad de una izquierda regeneradora, mientras alimenta en un momento especialmente convulso por las incógnitas sobre la auténtica solidez y viabilidad del Gobierno.