“La información pasa necesariamente por la preparación para informarse bien”. Lo afirma un catedrático de Literatura, David Pujante. autor de El Mundo en la palabra. Retórica como antídoto de necedades (Ariel). Idea certera en tiempos de charlatanes y sacamantecas del odio, ante los que resulta imperativa la capacidad de discernir. Para Pujante la retórica recobra importancia en este contexto de “pérdida del humanismo” y “deterioro paulatino del discurso”, donde la cultura escrita, de siglos de imprenta, está dando paso a una vuelta a la “civilización oral”, en la que se requiere comprensión crítica y analítica sobre lo que oímos. Sin embargo, “hemos sobrepasado con creces ese momento en que la juventud empezó a no confiar en las palabras, en los mensajes de la radio y la televisión”, constata el autor. Ciertamente asistimos a un descrédito del periodismo, especialmente entre los más jóvenes. Sean cuales sean sus justificaciones, digerir la realidad no es sencillo. No se aprende fácil nada, e informarse cuesta, como ya lo advirtieron Iñaki Gabilondo e Ignacio Ramonet. La brecha generacional a la hora de informarse y de consumir entretenimiento es ya gigante, y trae consecuencias enormes que nos comprometen. Como señala Pujante, el discurso construye y transforma el mundo, lo que demanda una ciudadanía más preparada y reflexiva. Así que todo debe empezar por la educación”, subraya el catedrático, en la estela, por ejemplo, de tres notorios filósofos: “Hay que pensar en las palabras” (Emilio Lledó), porque nuestra inteligencia está “empalabrada” (José Antonio Marina), y casi todo lo que sabemos es porque los hemos oído decir (Daniel Innerarity). Pujante se propone “dar un utillaje rescatando la retórica”, entendida no como un discurso vacío, sino que amueble nuestros cerebros. Difícil reto cuando tantos emisores disputamos una atención cada vez más fragmentada, sobre realidades interconectadas y en constante cambio, donde es más fácil buscar el impacto a través del sensacionalismo, la agresividad o las gracietas, que argumentar de forma amena pero reflexiva. Vivimos en un constante yoísmo, y la arrogancia se mimetiza con facilidad.

Si consumimos desinformación o nos desconectamos del periodismo, nuestra comprensión del mundo quedará seriamente averiada

Así pues, dos elefantes acampan en la misma estancia: la desinformación y la crisis reputacional del periodismo. Dos baldones para la salud de una democracia. Parafraseando al citado Lledó, no solo es que la educación ya casi no esté en manos de los profesionales educativos, como viene ocurriendo desde hace años. Es que el menú informativo, o su tratamiento, se escurre de las manos de los y las periodistas. Advertirlo no es cuestión de corporativismo, ni de no admitir nuestros sesgos, que los tenemos todos, ni de una defensa pretenciosa de la erudición. Se trata de quitarnos la venda de los ojos, y constatar que si millones de personas se asoman a la esfera pública a través de pildorazos o verborreas cada vez más chungas o macarras, difícilmente saldrá algo bueno. El conocimiento público mermará. Hay quien cree que se vive mejor al margen de la información y que es más libre. Esa mezcla de credulidad y soberbia, muy de nuestros días, es un invernadero de problemas en un mundo que se endurece por momentos. Lo estamos viendo. Ante las posiciones cerriles más vale prepararse mejor. Así que bienvenidas las propuestas con vocación de ofrecer antídotos de necedades, como este libro de David Pujante. Que no decaiga la palabra, el lenguaje bien construido, ni el pensamiento complejo y aquilatado. Larga vida a la buena retórica y al periodismo más humanista.