Es una gaviota valiente la que veo desde la ventana. Después de cagarse sobre la colada le gusta plantar sus patas sobre la caperuza metálica de una chimenea a diez metros de donde escribo. Es un blanco fácil. Si le lanzara una manzana la derribaría. Aunque lo cierto es que sólo tengo buena puntería disparando. Aprendí en los años andróginos de la infancia y aunque no me he convertido en francotiradora esa habilidad permanece, como nadar o andar en bici. Esta semana disfruté entrevistando a un psiquiatra que tenía la piel tan tersa, la mirada tan viva y el torso y los brazos tan trabajados en el gimnasio que no parecía psiquiatra. Pero lo era y sabía cosas. Me habló de una tecnología fantástica que consiste en aplicar corrientes electromagnéticas a circuitos cerebrales para tratar la depresión, el dolor neuropático, los ictus motores, incluso adicciones y trastornos obsesivo compulsivos. Me explicó que consiguen revertir las depresiones endógenas hasta en un 90% en sólo semanas de tratamiento. Si no supiera que es ciencia creería que es magia. También hablamos de la fascinación que ejerce la práctica del mal puro sobre esas masas maleables integradas por individuos y de las que formamos parte que son las audiencias consumidoras de ficción. Nos atraen Hannibal Lecter, el Joker, incluso Bateman, el banquero de inversiones narcisista de American Psycho que termina por liberar sus fantasías de psicópata. Y lo hacen porque nos despiertan emociones intensas, nos acercan a actos terribles, execrables, que nos resultan inmorales, a una violencia demente que en algún caso está cargada de justicia social. A través de esos personajes psicópatas canalizamos barbaridades que no llevaríamos a cabo en la vida real desde el confort y la zona de seguridad que constituye nuestro sofá en nuestra sala de estar. Sin riesgos.

Esta gaviota que ha vuelto a posarse sobre la chimenea que me queda más cerca no sabe lo que está haciendo.