Más cuchillas en la picadora política. Puigdemont, ridiculizado hasta el escarnio en los últimos años, fue el jueves coprotagonista de una jornada objetivamente memorable. Tras su incursión por Barcelona, sus haters están a punto de ebullición. A Puigdemont le pusieron el capirote hace siete años, y le convirtieron en objeto de aversión sobre el que arrojar tantos lapos que llenarían una piscina. La mercancía de la inquina tiene audiencia y promociona. Los villanos vilipendiados por el statu quo se suceden en el tiempo. Recuerden a Arzalluz o a Ibarretxe, por ejemplo. Pero Puigdemont dispara la temperatura y pinza el nervio patrio como nunca. Concita el rechazo furibundo del españolismo que exige escarmiento, pero también de parte de la progresía, que elude el fondo del asunto.

Con Puigdemont no hay piedad. Es independentista, no se rinde, no se entrega, y encima trolea. Da igual que haya estado siete años de exilio fuera de Catalunya, que sea diputado electo, que la amnistía se legislase para darle cobertura, o que haya emprendido una batalla jurídica y política por Europa que no le ha tumbado.

Todo ello resulta indiferente o suma agravantes para esa corriente que le aborrece; que se exaspera porque no está en prisión, encerrado y callado. Como en la película Atrápame si puedes, con Leonardo di Caprio y Tom Hanks, los giros de guion han sido múltiples desde otoño de 2017, con visita a una cárcel alemana y detención en Cerdeña incluidas, pero el Estado español no ha podido atraparle. Eso revienta a quienes se frotaban las manos imaginándole entre rejas.

¿Se ha pasado de frenada el expresident? Probablemente. Esta dinámica le puede acabar de devorar como un perfil monocromo. ¿Hubiese sido distinto que hubiese troleado a la Guardia Civil o a la Policía Nacional que a los Mossos? ¿El CNI qué ha pintado en esto? Debate interesante y con aristas peliagudas. Es un hecho que la imagen de la policía catalana ha quedado por los suelos, con estampas grotescas. Pero resulta llamativo el contraste entre la actual irritación dominante y la épica elaborada del episodio de Carrillo, la peluca y Teodulfo Lagunero, madurada en barrica a mayor gloria de la Transición.

Puigdemont, ridiculizado hasta el escarnio, es independentista, no se entrega y encima trolea. Desde 2017 le han convertido en objeto de aversión, pero no es infalible

Tres teclas de fondo: Puigdemont no ha tenido la fuerza democrática para ser de nuevo president. El enconamiento entre Esquerra y Junts es gigante. Comienza una nueva etapa en Catalunya, sin que se haya terminado del todo la anterior, en buena medida, debido al Tribunal Supremo. Podía haber sido el de Puigdemont un regreso normalizado que le hubiese colocado en la oposición o al borde del retiro. Fue en cambio bajo amenaza de cárcel, y la ha sorteado.

Hoy el conservadurismo españolista tiene lo que deseaba, una considerable abolladura en la carrocería de Sánchez. Y no solo eso: que el PSC se haya hecho con la Generalitat puede generar problemas mecánicos en el interior del PSOE. Por si fuera poco, la mayoría en el Congreso pende de Junts. El martes Turull advirtió de que si Puigdemont era detenido, deberían replantearse el acuerdo que posibilitó la investidura de Sánchez. Ese que Cerdán en el mes de mayo declaró “de legislatura, vigente más que nunca”. Turull fue un acompañante clave para el expresident de martes a jueves. El viernes, entrevistado en RAC1, el propio Turull advirtió sobre un “cambio de marco mental” respecto al acuerdo de Bruselas. Y dijo que escrutarán las acciones de Sánchez sobre la amnistía para ver si dicho pacto “tiene recorrido”.

Unas líneas finales sobre Illa: el nuevo president es la imagen de la calma, labrada como ministro de Sanidad frente al covid. Ha pactado en fiscalidad, habla de Estado plurinacional y dice comprometerse por la efectividad de la amnistía. No será sencillo.

Que tingui sort.