Todo es uno y fluye, lo sé. No obstante, siempre nos empeñamos en sembrar sombras y muerte en la avenida de lo posible. Con lo bonito que sería que no nos matáramos. Unos a otros, quiero decir. O sea, nadie mata a nadie. Y punto. Sería bonito, digo. Si los nazis no matan a los judíos y los judíos no matan a los musulmanes y los musulmanes no matan a los que maten, y los de aquí no matan a los de allá, y los truchitruchi no matan a los guakeguake, pues entonces, todo bien, ¿no? Mejor, al menos. El fluir sería más tranquilo, eso es innegable. Sería más relajado. Pero (y esta es la cuestión, Lucho, viejo amigo), ¿por qué para fluir tenemos que matarnos? O sea, ¿por qué la violencia tiene que ser forzosamente un ingrediente de la fórmula? ¿Alguien lo quiere decir? Yo no lo sé, claro. No sé por qué. Pero la violencia está ahí desde el Big Bang. La lucha del ser humano es siempre, desde siempre, una lucha contra la ignorancia, contra el error, contra la violencia, contra el pánico. Aspirando a una mayor conciencia, a una mayor claridad. Buscando conocimiento. Buscando nuevos horizontes. Y allá vamos. Tan contentos. A toda velocidad hacia la autodestrucción. En el mejor de los mundos, Netanyahu sería un tipo simpático, incapaz de hacerle daño a una mosca. Ah, pero todavía no estamos en el mejor de los mundos. Y resulta que Netanyahu es una fiera enloquecida por el terror y la violencia. Y no es él solo. A su lado hay diez como él que le susurran al oído. Y otros cien más susurrantes en el primer círculo. Y otros mil más en el círculo siguiente susurrando estridencias. Y la ONU, como representante de todos los demás, ante semejante basilisco rugiente se achanta y se encoge como un ratón. Es tal el respeto que nos causa el poder de la violencia que al final la aceptamos siempre como la razón primigenia y principal, Lutxo, viejo gnomo. La razón primera.