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Ni anclarse ni echar a correr

Ni anclarse ni echar a correrChristian Aslund

Mi sobrino, el querubín que antes de ayer iba en silleta, podrá votar en las elecciones de mayo de 2027. Desconozco si eso le provoca curiosidad o indiferencia, no se lo he preguntado. El hecho es que cada dos por tres una hornada de jovenzuelos se integra en el censo electoral, lo cual, claro, oxigena el debate público entre tanto anhídrido carbónico, pero también supone problemas. Cada generación tiene sus reverencias y concentra hechos y leyendas en unos números, como el bingo. Que si el 68, el 75, el 78, el 82, el 96, el 15(M)… Marcas hondas, recuelos presentes, pero al fin y al cabo pretéritos. Cada quinta de mocetes ve el mundo ajado y a nosotros revenidos. Los jóvenes advierten nuestros quebrantos, nuestras grietas y derrotas. De repente unos críos, a los que aún les falta una capa de levadura, o dos o tres, se pasan a la oposición, y nos cuestionan a diario. Su mundo es otro, por más que se mezcle con el nuestro y acabe combinado con el siguiente. 

Presienten lo que les espera y festejan el momento. Un día soportarán en sus espaldas el vano motor de su época, con todas las miserias e hipotecas incluidas, y sus sueños convivirán con fuertes desengaños. Viene una generación frustrada de raíz, y eso nos perturba.   

La democracia es un sistema de cambio continuo. En su fragilidad está su fortaleza. Ni las dictaduras pueden parar el tiempo. Somos pasajeros de un bus con subidas y bajadas en cada marquesina. Los que entran lo hacen con sus parámetros históricos y culturales. Quienes voten por primera vez en 2027 nacieron como muy tarde en 2009, segunda legislatura de Zapatero, en plena erupción de la gran crisis, en la recta final de ETA. Cuando irrumpió Podemos tenían cinco años. En la cima del procés ocho. 

No pasa nada por esperar hasta los 18 años para poder votar y no caer en eso tan juvenil de intentar quemar etapas a toda castaña

Es ley de vida la osadía juvenil, y es ley de vida la displicencia de quienes peinamos canas. Nos podemos poner desdeñosos con esos bandarras que nos llevan la contraria y pasan olímpicamente de las urnas o votan picando en cualquier cebo. La perplejidad es inevitable, y más si olvidamos nuestros propias tontunas. 

La grandeza de la democracia es también la de sus discontinuidades, aunque esta paradoja suponga riesgos, quebraderos de cabeza y conflictos familiares, que si son ajenos provocan cachondeo, cuando te enteras de que a los carcas del quinto les ha salido la niña roja o a los progres del sexto el niño fachón. Un festival del humor o de justicia poética, según las gafas, hasta que la política nos ponga a prueba en nuestra casa. Entonces el jiji jaja desaparecerá de un plumazo, los silencios cortarán el aire y se masticará la amargura. Todos albergamos un deseo recóndito o explícito, consciente o inconsciente, de que los vástagos acojan nuestros idearios y proyecten nuestros valores. Asumimos que nuestros descendientes quieran ir más lejos, no que nos presenten una enmienda a la totalidad. Eso ya es harina de otro costal. Pero caer en el dirigismo tampoco es la solución, y nos condena al fracaso. Educar en talante democrático y autonomía es como el movimiento, se demuestra andando

Ahora bien, no se entiende demasiado la oportunidad de abrir un melón sobre el derecho a voto a partir de los 16 años. Países como Austria y Malta permiten hacerlo, Grecia lo ha aprobado desde los 17 y Bélgica y Alemania lo ensayaron en las Europeas. Aquí no hay un clamor en ese sentido. Los 18 parecen idóneos. No pasa nada por no caer en eso tan juvenil de intentar quemar etapas a toda castaña. Pero si un día una mayoría decide lo contrario habrá que gestionarlo, tratar de ser consecuente y normalizarlo. Eso sí, que no sea por cálculos demoscópicos interesados, potencialmente variables. Ese sería un razonamiento inconsistente. Si hay reforma, que venga por el interés de los menores, no por conveniencia de los partidos.