Volvió a salir el tema, me pilló mirando de frente como una adulta y vuelvo a sentirme fatal. Antes pasé una temporada similar, pero se me olvidó. La mente humana es así de maja. Para qué recordar si me iba a poner más nerviosa y era lo que me faltaba. Al grano. Tengo el hábito asentado de googlearlo todo. No soporto un interrogante. Uno de los pequeños, quiero decir. A los grandes no hay más remedio que hacerles hueco y dejar que se queden con una a pasar una temporada. Yo me los imagino acomodándose, como nardos apoyaos en la cadera pero sin gracia, te hacen ir torcida y se nota al andar.
No obstante, tienen una ventaja, algunas veces, si se les deja sitio y con tiempo, bastante, terminan cayendo por su propio peso y respuesta, lo que se dice respuesta, se obtiene. Otra cosa son las soluciones. No pasa así con los pequeños interrogantes, para despejarlos se requiere clicar. He deducido que posiblemente para soportar la compañía de los grandes me esmero en despejar los pequeños tipo cómo se llaman las imágenes luminosas que preceden a una migraña, que ha sido uno de los últimos. Se llaman escotomas, no se molesten en buscarlo. Esto me pasa muchas veces al día. Resolver alguno es imprescindible, con otros debería poder convivir como con el resto de lo que desconozco. Todos contaminan igual. La emisión media de CO2 a la atmósfera es de 0,037 gramos por visita. Como la suma de pequeñas cantidades produce inexorablemente una cantidad grande –este es un principio de cuyo temprano enunciado fruto de la experiencia estoy particularmente orgullosa–, estos clics neuróticos son como las gotas del chorro de agua desperdiciada si no se cierra el grifo mientras te lavas los dientes. Tengo que hacer algo.