Íñigo Errejón mencionó dos grandes males en su adiós, y el planeta se centró en el primero: el patriarcado. Siendo mujer resulta lógico subrayarlo, y siendo hombre resulta muy sencillo. Se trata de un concepto color niebla que implica a un nosotros nada mayestático. Generalmente si un señor alude al machismo no piensa que los demás son tan cafres como él, sino que él no es tan cafre como los demás. Si afirma que aquel nos empuja a maltratar, casualmente él no maltrata. Si sostiene que todos albergamos un violador en potencia, nunca se abre en canal para mostrarnos el suyo. Por eso nadie aplica esa retórica a su propia experiencia, nadie ejemplifica el patriarcado consigo mismo. Sólo lo hace quien pretende eludir su responsabilidad al ser pillado en falso.

Más difícil es esquivar el segundo mal: el neoliberalismo. Íñigo Errejón lamenta su contradicción entre gozar de una vida neoliberal y ser portavoz de una formación blablablá, y entonces sí que señala un defecto colectivo. Pues la mayor brecha entre la persona y el personaje, entre lo que uno hace y lo que uno dice, no está en el rechazo del machismo, algo que la sociedad tiene bastante asumido. Esa brecha alcanza cotas de incoherencia extrema en la refutación del neoliberalismo, lodazal en el que casi todos, y casi todas, chapoteamos sin trauma.

En verdad nada cuesta denunciar una bragueta abusona porque la mayoría la tenemos bien atada, y nuestro discurso suele coincidir con nuestros actos. En cambio, la condena consecuente de un bolsillo desatado, un proceder individualista, consumista, materialista, en fin, muy capitalista, eso nos renta poco. Y menos hoy, que llega el finde.