Tengo un problema. Me duele el mundo. Me dijo esta misma semana, el día del triunfo de Trump, una persona muy cercana, gran amiga y una de la mujeres con el corazón más grande que conozco. Me duele el mundo ante tanta injusticia, decía, mirando sobre todo a Gaza, a Palestina, donde tantas y tantas personas están siendo masacradas sin que el resto del mundo consiga pararlo. Y creo que no se puede contar mejor. Nos duele cada vez más esta situación de no retorno en la que parece que hemos entrado de lleno. La violencia y las guerras se imponen en una sociedad cada vez más fría, capaz de mirar para otro lado en lugar de pararse y afrontar lo que tenemos en frente. Vivimos un momento de riesgo, de perdida de derechos, donde la violencia y la no verdad se van abriendo camino. Con un avance lastimoso y triste de las políticas de ultraderecha, de los populismos del todo vale. Pero creo que a la ultraderecha no se la combate con meras declaraciones, sino desactivando las causas reales que provocan el descontento ciudadano y que generan el caldo de cultivo en el que crecen y calan sus eslóganes ultras. (Ahora lo hemos visto en la catástrofe de Valencia, pero otras veces se esconden tras los problemas de seguridad, inmigración, vivienda, trabajo). No hay que caer en la desesperanza, hay que tratar de mantener siempre un punto de luz para poner nuestro grano de arena, el que sea, y seguir trabajando, actuando, escribiendo, votando a la izquierda... haciendo lo que sea para lograr entre todos y todas una sociedad más justa y mejor. Quizás sea utópico, pero cuando la realidad es tan negra, solo queda agarrarse al color de la utopia.