La noticia sobre la nueva directora del Museo Guggenheim se puede dar de dos maneras: que ha sido nombrada para el puesto la hija de alguien, o que ha sido elegida una mujer licenciada en Historia por la Universidad de Deusto, máster en Política Comparada por la London School of Economics y en Historia del Arte, especialidad en Historia del Traje por el Courtauld Institute of Art, y seguir detallando su currículum hasta cansar a InfoJobs, a Linkedin y a usted, lector.
Como no hemos nacido ayer, se adivina la intención del primer titular. Pero como tampoco hemos nacido hoy, la sospecha florece sobre terreno abonado. Y es que al partido gestor lo persigue la sombra del nepotismo, del salto con red de cargo a cargo, y tiro porque me toca. Él mismo asumió en el documento Ámbitos de mejora que ha calado en la sociedad “cierta imagen de amiguismo”. Cuando mataba un mal mayor, mucho mayor, se soportaba el enchufe de los vivos como un mal menor coyuntural. Se hacían chistes sobre ello, se votaba con la nariz tapada, y el daño en las urnas era leve.
Hoy el mal mayor ya no existe y el mal menor persiste. No hay más que analizar ciertas designaciones dactilares cuya única razón sólo puede ser el pago de una deuda, un silencio o una fidelidad. El problema, pues, no es Miren Arzalluz, que si trabaja con éxito en París no es por su filiación, ni la sanguínea ni la política. El problema es otro. No hay que dejar a nadie en la estacada, pensarán, qué hay de lo mío, exigirán, sin percatarse de que la calle también piensa y exige. Y al peatón se la bufan las cuitas personales y las cuotas laborales de los partidos. Si es que no aprenden, colega.