Hace mil días escribí aquí algo acerca de un hombre ruso que conozco. Volaba hacia Moscú para sacar a su madre del país y traérsela a Bilbao. Había estallado la guerra de Ucrania. La madre, más de ochenta años, no quiso venir. Prefirió quedarse con sus fotos, su sofá y su colcha a esperar lo que tuviera que llegar. Han transcurrido dos años y nueve meses desde que Rusia invadió Ucrania. Dos años y nueve meses viviendo dentro de una guerra.
Ayer un compañero técnico de audio me contaba que su novia es rusa. Se llama Natasha. Su madre vive en un pueblo de Crimea. Crimea es una península ucraniana que Rusia se anexionó hace diez años, en lo que constituiría el inicio de la guerra entre estos dos países vecinos. Ucrania no reconoce esa anexión ilegítima. Europa, Estados Unidos, Naciones Unidas, tampoco. A Putin todo esto le da igual.
Para los rusos Crimea ha sido la Torrevieja de los madrileños o la Donostia de Franco. Ese lugar al que escapar en busca del sol y el salitre del Mar Negro unos días, medio mes, el verano. Primero fueron los zares quienes se quitaban el gorro de visón para remojarse en sus balnearios y en sus playas. Después, los altos cargos soviéticos. Desde la anexión rusa, sus soldados. Para llegar de Rusia a Crimea hay que atravesar en coche o en tren el puente de 19 kilómetros que Putin construyó cuando se anexionó la península para hacerla más suya. El puente de Kerch, que discurre a ras de agua impidiendo el paso de barcos ucranianos, ha sufrido varios atentados en esta guerra. La madre de Natasha vive allí.
Como las cosas se están poniendo feas, su hija salió ayer de Bilbao para ir en su busca. Voló vía Estambul a San Petersburgo. Desde ahí aún tiene que bajar 2.500 kilómetros hasta Crimea. Las comunicaciones no están fáciles. Otro avión más, el puente pegado al agua. Hoy se prevé tormenta intensa en el Mar Negro, me contaba inquieto su novio. Y su madre, como aquella otra madre rusa de hace mil días, parece que también quiere quedarse allí, con sus fotos, su sofá y su colcha.