Tratado de época: “Ya nadie acepta vivir siguiendo los mandatos de instancias exteriores a uno mismo, cada cual considera que es legítimo guiarse según sus propios gustos, elegir su camino, autodeterminarse para así alcanzar su plenitud”. Lo afirma Gilles Lipovetsky en La consagración de la autenticidad, editado por Anagrama. Tomemos nota políticos, periodistas, intelectuales, profesionales de la salud o de la ciencia... La crisis de la intermediación resuena como un gong. Lipovetsky, filósofo y sociólogo francés, venía de publicar La era del vacío, El imperio de lo efímero o De la ligereza, claves de este tiempo donde el individualismo pega fuerte y el narcisismo se ha vuelto aspiracional, casi un mandato para poder competir. Es la era de los poderíos, de las exhibiciones a raudales, de los lucimientos más o menos cautivadores o postizos, pero fugaces y por tanto frágiles. Esta búsqueda de reafirmación acrecenta nuestra dosis de angustia, y el periodismo y los periodistas participamos en esto pues a menudo nos creemos druidas.
Dicha cultura del dominio se erige a escala relacional, profesional y política. Cincelamos credos a partir de algoritmos mientras la atención es un bien cada vez más escurridizo y abunda el descreimiento. El auge de la incredulidad multiplica la lucha de relatos. Pululan en las redes justicieros anónimos que utilizan la denigración como anabolizante. De esto trata en parte La perversión del anonimato, de Álex Grijelmo, ensayo recién editado por Taurus.
Mientras tanto los partidos batallan por su idea de la autenticidad y lo genuino. Y claro, no es lo mismo hacerlo desde el poder que desde la oposición, donde hace mucho más frío. La derecha española se ha vuelto como el célebre lema de La 2 de TVE, una 'inmensa minoría', y eso le trastorna, porque se siente fuerte y débil al mismo tiempo. El PP sigue dando muestras de ansiedad, mientras Vox pesca en el río revuelto. Cuando no se cree a casi nadie se duda de casi todos, y en esa tabla rasa es donde a la extrema derecha se le ensancha el camino. También a listillos revestidos de gallardos, que dan el pego y tienen público, y saben captar la atención entre tanto discurso envasado al vacío.
Transmitir tristeza es de lo peor que le puede pasar a una formación política o a cualquier responsable público. Concita desánimos, genera fugas
Parte de los males de los partidos radica en sus fingimientos previsibles. De ahí también brota la antipolítica. La paradoja ante estos desafíos es que nadie puede transmitir decaimiento. Es de lo peor que le puede pasar a una formación política o a cualquier responsable público, que se le asocie a la tristeza. Quien disfruta de la competición tiene mucho ganado, quien sufre en el juego se arrastra. Con tristes o tristones un proyecto político corre el riesgo de marchitarse.
La tristeza desincentiva, concita desánimos, genera fugas. Cuando un partido entra en fase triste puede darse por jodido. Los mustios ahuyentan a los votantes. La democracia y las revoluciones nacen y se nutren de alegría movilizadora. En la España contemporánea posiblemente solo ha habido un presidente del Gobierno al que se le pueda estigmatizar de triste: Calvo Sotelo, que duró año y medio, en plena descomposición de UCD. Ni Suárez ni González ni Zapatero ni Aznar ni siquiera Rajoy fueron unos tristes. Para afligido el franquista Arias Navarro, que con una estampa tétrica en blanco y negro, hizo pucheros un 20N de 1975, y el choteo va para el medio siglo, a modo de desquite.
Hoy, en la era de las marcas pletóricas, la sociedad tolera mal a los tristes y los pesarosos cansan. La gente suele preferir la mala baba, la chulería y la happy life. La tristeza en cambio entumece; tiene mala prensa, huele a penitencia, a finitud, a agotamiento. El poderío exige otras facultades. A pesar de su pasado dramático –o por eso mismo– no es este un país para tristes.