De la misma manera que en el 97 y 98 y algo más veía el ciclismo de medio lado tras el varapalo de la retirada de Indurain –se me hacía intragable ver el Tour y que no estuviera–, los primeros 4 o 5 años tras el adiós a las canchas de Martínez de Irujo también me costaba –mucho– sentarme delante del televisor. Sentía que faltaba él y que aquellas finales perfectamente las podía haber jugado, a pesar de que los Iribarria, Altuna, Urrutikoetxea o Ezkurdia, entre otros, eran y son unos pelotaris de aúpa.

Hasta que llegó Laso y con esa manera tan especial de jugar me volví a sentir parte de lo que pasaba en el frontón, sin el forofismo exacerbado que sentía con Irujo pero sí con una clara simpatía por el de Biskarret. El domingo, ante un fantástico Etxeberria que mereció tanto o más la txapela del Cuatro y Medio y que demostró una fortaleza y un golpe a la altura de los grandes grandes, Laso dio toda una lección de eso que ahora se llama resiliencia y que consiste en agarrarse con las uñas a la tabla sin ahogarse, algo que sí le sucedió en la final del Manomanista, en la que Altuna le pasó por encima. Hace tres días, en cambio, con un 5-0 a favor y con Etxeberria jugando como un trasatlántico que arrasa con todo y todos, fue capaz de no venirse abajo y aguantar el chaparrón tirando de entereza y de nervios, cuando se veía que las piernas de su rival de Zenotz estaban a un nivel superior.

Sin embargo, sufriendo como un perro en cada tanto y aprovechando los poquísimos resquicios que dejaba el juego casi perfecto de su contrincante, Laso sobrevivió a una más que posible derrota y, tras llegar al tramo final igualado, fue capaz de meter una marcha más y acelerar el juego, lo que llevó a un par o tres de errores de Etxeberria y a decantar para él la final. Si se quiere enseñar a los chavales que empiezan con la pelota qué es agarrarse a un partido, les deberían de poner éste.